Si existe un personaje del siglo XX cuya importancia y popularidad vaya de la mano con su relativismo moral, ese es el Che Guevara, para algunos un héroe y un idelista, y para otros un genocida y un tirano. Puede que tuviera mucho de ambos. Por tanto, levantar un proyecto (un díptico, que se nos va a antojar insuficiente) en torno a tan polémica figura, tiene mucho de desafío, y también mucho de locura.

Tras 8 años de trabajos, preparaciones y proyectos, el norteamericano Steven Soderbergh (director de muy irregular carrera, cuya mejor película va a terminar siendo la notable Traffic) finalmente presentó en Cannes su ambicioso filme que ahora se estrena en España. El resultado es paradójico: algo falla en esta película, y lleva un buen rato averiguar el qué.

No vamos a entrar aquí en lo que se propone el díptico en su totalidad, puesto que el que suscribe no ha podido ver todavía la segunda parte (Guerrilla), sólo entraremos a valorar lo conseguido en esta primera. El argentino narra la llegada a Cuba del Che y los difíciles años que culminaron con la victoria sobre el régimen de Fulgencio Batista y el exilio de este.

Las acciones militares en la isla se encadenan con la famosa intervención del Che en las Naciones Unidas en 1964, fotografiado todo en un excelente blanco y negro. Y sospechosamente eso es lo más creíble, lo más verosímil de todo. Aquí empieza la paradoja y la falta de fuerza. El encadenamiento entre ambas líneas temporales está servido con un montaje soberbio y es muy estimulante como se alimentan entre sí. El guión de Peter Buchman, basado principalmente en Pasajes de una guerra revolucionaria, del propio Che, está bien medido y elaborado.

Que Soderbergh es un gran realizador, esto está claro hace mucho tiempo. Uno de los más brillantes y preparados de su generación, capaz de lo mejor y lo peor, eso también es cierto. Su realización en esta película es sobria, exenta de todo divismo, alcanzando quizá la perfección en la descripción de ambientes, en el ritmo interno de la secuencia, en la tensión y el flujo de actores. Y Benicio del Toro tres cuartos de lo mismo. Se apodera del personaje con una facilidad pasmosa, y al igual que su amigo director sin ningún divismo ni ansia de protagonismo.

¿Cómo una película tan bien hecha (de puta madre hecha, si se me permite la expresión), con un montaje tan bueno, una fotografía impresionante (obra, una vez más, del propio Soderbergh, que firma su mejor trabajo como operador), un diseño de producción fuera de serie (rodada en Puerto Rico, realmente parece que estamos en Cuba sin ningún esfuerzo), y una historia tan apasionante (la guerra de guerrillas hacia La Habana es una de las aventuras más cinematográficas que existen), no acaba de ser la gran película que tenía que haber sido?

Soderbergh quiere hacer una película tan elegante, tan sobria, tan aséptica, tan poco atrevida políticamente, que todo queda empañado de una irritante neutralidad. Peor aún, de una frialdad que no le va mucho a este personaje ni a esta peripecia. El punto de vista de Soderbergh, su puesta en escena, jamás se mete en las tripas del asunto, sino que lo mira todo desde la distancia del extranjero. Esto podría haber sido utilizado teniendo en cuenta que el Che era un extranjero en Cuba, pero ni por asomo.

Benicio del Toro, disfrazado del Che, rodeado de policías en Nueva York.

En la narración de los hechos, ni la más mínima duda, que las tenía, en la mente del Che, ni el más mínimo momento íntimo de reflexión. Su figura es de una pieza, intachable. Lo mejor es cómo el Che relativiza su importancia en la guerra, pero esto tampoco está tratado en profundidad. Muy poco del carácter cubano, muy poca vida, muy poca verdad. Lo mejor es lo de las Naciones Unidas seguramente porque estamos en suelo norteamericano y allí Soderbergh se encuentra más cómodo.

Este Che parece un prólogo para lo verdaderamente importante, pero ya han desperdiciado dos horas y cuarto. En ellas, las decisiones del Che (como por ejemplo, algún fusilamiento o la pérdida de un compañero querido) se ven muy poco o nada. No corren el menor riesgo en la composición del guerrillero. Todo lo dan por entendido. Y se suponía, corríjanme si me equivoco, que íbamos a entrar como nunca antes en la psicología y en el alma de un tipo tan oscuro y complejo, tan amado y odiado.

Por eso, porque vemos tan poco dolor y tan poco riesgo, El argentino se queda a medias, y aunque es a ratos una buena película, sólo roza esa condición, siendo demasiados minutos una estampita ideológica, un producto de marketing.