Saturday, November 06, 2010

Leonardo Padrón: Cuando lees, un gatillo se dispara, una aventura se inaugura, una fiesta se inicia

Palabras de Leonardo Padrón en la inauguración de la Feria internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (Filuc)

El bosque de las palabras

  • Por Leonardo Padrón
¿Cabe imaginarse la vastedad en un rectángulo de treinta centímetros de papel? ¿Cuántos títulos tienen el dolor o la fábula? ¿Dónde vive la voz de los poetas? ¿Se puede llevar debajo de un brazo la palabra entera de alguien inabarcable llamado Dios? ¿Puede contenerse en una mano todo el delirio de Dante Allighieri, la palabra ciega de Homero o los laberintos de Borges? ¿Cómo invocar en la sala de espera de un dentista la poética de Aristóteles o la última extravagancia de Harry Potter? Tantos prodigios sólo resultan admisibles a través de un episodio llamado libro. Allí, en esa comarca, donde el alfabeto salta, se mezcla, hace cabriolas, se empina y llena lo blanco, está reunida la gran escenografía de la imaginación humana. No hay mayor templo para lo íntimo y lo monumental. No hay otro lugar donde quepa toda nuestra fragilidad y magnitud. En esa zona de vocales y adverbios está el testimonio del paso del hombre por el universo. El libro es la desembocadura de nuestra dimensión. El hombre, entre sus muchos registros, es imaginación, ofuscación de palabras, aventura y léxico. El hombre verbaliza su el mundo en los signos sobre piedra, en la luz de los papiros, en la tinta seca de las hojas. Necesita el inventario de sí mismo, de las esquirlas de su imaginación y por eso inventa el libro. Pero todo libro para existir demanda, exige, pide un lector. Alguien que procure el simple y poderoso ritual de abrirlo y dejarse ir en él. Alguien que se convierta en silencio y página.

Mucho se ha dicho, leer es tener un pasaporte sin pausa. Leer es viajar sin equipaje. Sólo al regreso, se evidenciarán en nosotros las valijas, los trofeos, los recuerdos de la ruta. Se lee para habitar Berlín en tiempos de guerra, para sentir la nieve de Zurich, los pasos de la noche en Medellín, perseguir a una ballena blanca y memorable, deambular tras La Maga en París, respirar el cielo de San Petesburgo mientras Raskolnikov comete un crimen, o morir de amor en la Inglaterra Isabelina. Se lee para ser mejor, para ser otro, para hacernos inacabables. Se lee para vencer o procurar el desasosiego. Para asombrarnos o sabernos iguales. Para más nunca ser el mismo.

En un diálogo con Umberto Eco, Jean-Claude Carriére comentaba que en la cumbre de Davos en el año 2008 se le preguntó a un futurólogo sobre los fenómenos que alterarían a la humanidad en los próximos quince años. Nombró sólo cuatro: 1) El barril de petróleo costaría quinientos dólares, 2) El agua valdría tanto como el petróleo; 3) Africa se convertiría en una potencia económica y ; 4) El libro desaparecería. La idea de Carriére era colocar en el menú de temas una de las más recurrentes sentencias de los últimos tiempos: la muerte del libro. Pero Eco respondió, tajante: “El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor.” Y ante la acuciante hipótesis de que el libro sería finalmente desterrado por el imperio del video nos recuerda que “con Internet hemos vuelto a la era alfabética. Si alguna vez pensamos que habíamos entrado en la civilización de las imágenes, pues bien, el ordenador nos ha vuelto a introducir en la galaxia Gutenberg y todos se ven de nuevo obligados a leer”. Y, efectivamente, es así. Leer es un verbo que se ha reinventado a sí mismo. Leemos el mundo en 140 caracteres, a través de ese profuso jardín llamado Twitter. Ojeamos datos en Wikipedia. Buscamos respuestas en Google. Los fragmentos del discurso amoroso se redactan en mensajes de texto. Revisitamos el género epistolar gracias a los correos electrónicos. Cordializamos en Facebook. Brincamos de un blog a un foro o a una página de chateo para leer criterios, ideas, desparpajos. Hasta el sexo se ha vuelto a hacer con palabras. En definitiva, la aldea se estrecha, pero a la vez requiere de nosotros lectoría y verbo.

Pero, y bienvenidos sean los puntos de vista, se podría también escribir un párrafo menos entusiasta. En el edificio donde resido, los vecinos hemos adoptado una estrategia para domesticar la inseguridad: hacernos amigos. Así, a veces, salir a distraerse sólo implica subir dos pisos a casa del vecino fabricante de cocinas o caminar 50 metros hacia la Torre B y aterrizar en la sala del propietario que se gana la vida vendiendo analgésicos y preservativos. Bebemos, comemos, hablamos, construimos la noche, resguardados de la letal intemperie urbana. Eso me ha permitido conocer sus espacios, el olor de sus cocinas, sus gustos estéticos, la tramoya de sus vidas en pareja. Algo común recorre esos espacios, algo inmensamente perturbador: no hay bibliotecas. No digamos alguna estantería animosa o precaria, decorativa o simuladora de estatus, ni siquiera un tramo donde reposen ominosamente un breve puñado de best sellers. Son personas solventes, viajadas, gente de vida confortable y conectada con el día a día del país. Pero ninguno es lector. Allí, la palabra escrita está desalojada. Nunca le han abierto la puerta de las bienvenidas. Me hicieron, entonces, constatar una antigua noticia: la mayor parte de la humanidad no lee. Siempre he sido militante de la frase de Nicolás de Avellaneda: “Cuando un hombre tiene el habito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él”. Pero esta vez, suscribirla era sentirme emboscado en un vecindario de gente torva y sospechosa por definición. Y ya estoy harto de mudarme.

A cada tanto, la industria del libro ensaya maniobras de seducción en busca de un objetivo: conquistar gente nueva para un viejo oficio: leer. Porque, digamos, se leen facturas y memorándums, se leen cartas de amor y manuales de uso, se leen instrucciones al dorso, se leen miradas y labios, se lee el designio de los astros, el rumbo de la nubes, las líneas de la mano, las boletas de la infancia, los titulares del periódico, el menú de los almuerzos, ¿pero cuántos realmente se introducen en el bosque de palabras que es cada libro? ¿Cuántos se exaltan de entusiasmo ante 600 páginas de José Saramago, por más Premio Nobel de la Literatura que sea? ¿Cuántos se zambullen, afanosos, en los tejidos lingüísticos de Victoria de Stefano? ¿Quién cita a Roberto Bolaño o a Salvador Garmendia en los burdeles de esta ciudad? ¿Cuántos buscan, con agitación, el último título de Paul Auster o aquel libro de Julio Ramón Ribeyro que más nunca han vuelto a editar? Parecemos ser un club, un club que busca, de vez en cuando, más miembros. Nos sabemos dueños de un portentoso vicio. Un vicio de ermitaños. Entendemos que la lectura es arma contra el desconsuelo, la orfandad existencial y la voracidad del jamás. Abrir un libro, sentirlo, sostener su peso, pasearse por su silencio lleno de adjetivos y pronombres, abandonarlo al rato, retomarlo, dejarlo caer a un costado, marcar sus páginas, subrayar el libro que está debajo del libro que creemos leer, son gestos de solitario. Sabemos que el placer de la lectura no admite terceros. Es una de las pocas instancias en las que el egoísmo se viste de virtud. Porque todo lector es un redomado y espectacular solitario. Un solitario lleno de voces. Más sucede que, como lo dice Aberto Manguel: “Cerramos ciertos libros y nos sentimos más inteligentes”.

La lectura nos permite conversar a cualquier hora, lugar y ánimo con maestros del ingenio, señores de la palabra, clásicos de todos los tiempos, herejes del conocimiento, arquitectos de la emoción, escribas de lo nimio y lo absoluto. La lectura es la experiencia estética de más íntima cocción. La gran paradoja es que hay gente que dice leer para matar el tiempo siendo quizás la mejor manera de otorgarle vida. Siempre he pensado que abrir un libro es como entrar en una ciudad desconocida: una ruta llena de asombros, extravíos y revelaciones. Hay quien lo equipara a la emoción de abrir los muslos de una mujer. Borges siempre dijo que la lectura debe ser considerada, no como una carga, sino una fuente de felicidad. Lástima que no terminamos de ser eficaces en el contagio del virus. La escuela, muchas veces, es la peor amiga del proceso. Además, leer es peligroso. Eso lo saben todos los regímenes totalitarios que han hecho del libro una de sus víctimas preferidas. Por eso, a lo largo del tiempo, los libros han sido quemados, prohibidos, censurados, perseguidos. O simplemente cercados a través de herramientas económicas que lo vuelven inalcanzable (Cadivi dixit). Algo muy poderoso tienen entre sus páginas: el olor de lo imperecedero, de la lucidez, de la belleza, del conocimiento, o simplemente, el testimonio de la verdad humana, en su más descarnada intemperie.

Leonardo Padrón en la Feria del Libro.

Cuando escribía este texto y recordaba las opiniones de escritores de linaje, levanté la vista y contemplé a mi hija de 8 años. A quemarropa, le pregunté: “¿Por qué te gusta leer?”. Su respuesta tuvo la velocidad de un silbido: “Leer es demasiado divertido. Es como si vieras tele, pero en la cabeza”. Allí, de alguna manera, estaba resumido el portentoso placer de la lectura. Algo se te activa en tu interior, un gatillo se dispara, una aventura se inaugura, una fiesta se inicia, donde los únicos invitados son las palabras y la desmesura de ser humanos. Octavio Paz decía que uno de sus libros preferidos era el diccionario, su consejero, su hermano mayor: “el diccionario nos ofrece una lista de palabras y la tarea de los hombres, no sólo de los escritores, es asociarlas para que algunas de esas precarias asociaciones configuren la verdad del mundo”. Y así, gracias al alfabeto o al diccionario, gracias a la pulsión creativa, en el gran bosque que es el libro, conseguimos enciclopedias, novelas, ensayos, fábulas y poemarios, historia o autoayuda, recetarios y manuales, entrevistas y cuentos, biografías y fe, magia y crónica, conocimiento y desazón, maravilla y tiempo. El tiempo detenido de la palabra.

Por eso, cada vez que alguien decide reunir en un mismo espacio el enjambre de libros que deambulan en editoriales y librerías para convertirlo en feria y muestra, es imposible ausentarse del ritual. En Venezuela, en una zona de nuestro entusiasmo llamada Valencia, se celebra todos los años la liturgia sin pausa de convertir al libro en mandamiento, paisaje y noticia. Se trata de la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo. Se trata de lo que hoy nos tiene respirando el mismo oxígeno. Una semana incesante en la que el libro será nuestro horizonte y desembocadura, una semana para manosear solapas, descubrir escritores, cultivar el regateo, celebrar reediciones, intoxicarnos de títulos y llevarnos un equipaje de tesoros con firma y voz propia. Entremos a ese bosque de las palabras que es cada libro elegido.

Señoras y señores, declaremos entre todos, formalmente inaugurada la fiesta mayor del libro en Venezuela. Bienvenidos todos a la FILUC, 2010.

Ilustración: Lectura de alta velovidad

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Roger Michelena - @libreros · Librería Michelena

Lista de los libros más vendidos realizada por las chicas de Que Leer (noviembre 2010)

Locos por los libros.com

«
Que otros se jacten de las páginas que han escrito. A mi me enorgullecen las que he leído.»
  • Jorge Luis Borges

Texto de las palabras de Leonardo Padron obtenido en Prodavinci

VENEZOLANIDAD / Rafael Marrón González


Pequeño burgués... pero estoy ahorrando Pequeño burgués... pero estoy ahorrando

"Pequeño burgués..." es una frase hecha que los socialistas usan como el no va más de los insultos descalificadores -el pequeño burgués imita culturalmente a la alta burguesía bañándose a diario y viviendo decentemente- ante cuya amenaza debemos abjurar de nuestra lucidez y arrojarnos de chupulúm en la miasma colectivista, que refleja la inmensa ignorancia que acogota a cierto sector operario que ha encontrado en el discurso comunista justificación para cubrir las consecuencias de sus falencias personales, entre ellas la flojera y la sinvergüenzura. Fue la dupla Marx-Engels -mantenida toda su vida por el papá capitalista de Engels, es decir por un alto burgués, que tuvo que calarse a ese par de calamares ociosos en la nómina de su textilera- la que calificó como "burguesía" a los propietarios de los medios de producción para diferenciarlos tanto de la oligarquía que ejercía el poder político como del proletariado que era asalariado de aquellos, sin aclarar debidamente que la burguesía fue una expresión revolucionaria frente al absolutismo y al régimen feudal, cuya máxima expresión histórica es la Revolución Francesa. Chávez -que es un oligarca contumaz, además de un difusor de ignorancias- llama "burguesitos" a los estudiantes que lo retan, con la intención de descalificarlos como hedonistas o indiferentes, obvia que ese cognomento sí aplica a sus hijos, hijas, sobrinos y similares que ostentan opípara vida de ociosos vástagos de sultanes en "las uropas" sin pelar concierto de las luminarias del imperio, cuyos groseros lujos estrafalarios y vulgares fiestas principescas, aderezadas con su ordinariez de origen, retan burlonamente la triste realidad económica que sufre el pueblo venezolano, es decir el proletariado, chavista y no chavista que es confundido intencionalmente con el lumpen, que existe y en demasía para la sanidad democrática de la nación. Y en su afán de imponer el término, escoge a María Corina Machado como su contendor para el 2012 -quiero medirme con esa "burguesita" - como un reto al alto empresariado que paga con Sidetur, Venprecar y Orinoco Iron, filiales de Sivensa, la empresa familiar de los Machado Zuluaga, el precio de que uno de los suyos se atreva a penetrar territorio chavista con tanta aceptación popular, como también lo hacen el eficaz Enrique Capriles Radonski, nieto judío del poderoso hombre de medios Miguel Ángel Capriles, miembro a regañadientes de la rancia aristocracia capitalista caraqueña, y Leopoldo López, de la familia empresarial Mendoza Goiticoa, descendiente del aristócrata Simón Bolívar por la línea de Juana Bolívar y Palacios Blanco. Pura alta burguesía metida en los barrios que Chávez considera de su propiedad. Toda una alegoría. ¿Cómo pasó en revolución étnica como la ha planteado Chávez? ¿Faltaron los fusilamientos que esperaba realizar el 4F? ¿O tendremos ante nosotros una contundente muestra del determinismo genético? Porque, de que Chávez es majunche en todo lo que hace, es una verdad absoluta. Su elección ha sido la más costosa equivocación popular de la historia de la humanidad.

De productivo viene burgués

Definidas las cosas, es necesario recordar una vez más cuál es el origen de la palabra "burgués", sobre todo para la claridad de muchos compatriotas ingenuos y desinformados, proclives a ser seducidos por la latonería verbal de los comunistas que les muestran como disfrute injusto lo que es producto de una vida de esfuerzos sostenidos. Es conocido, pero no por eso inútil repetirlo, que "Burgo" se denominaba en la Edad Media a las fortalezas construidas por los nobles feudales para vigilar los territorios de su jurisdicción, alrededor de las cuales se asentaban personas no sometidas a la autoridad señorial y artesanos y comerciantes a pequeña escala, los buhoneros de entonces, que con el tiempo constituyeron pequeñas aldeas y luego se instalaron en las ciudades y llegaron a tener tal poder económico que prestaban dinero a los reyes que les permitieron entonces acceder a la administración del Estado, constituyendo una clase social entre la plebe y la nobleza con la cual llegaron a mezclarse por la ruina de muchos nobles cuyas tierras, propiedades y apellidos blasonados pasaron a manos de los burgueses más acomodados generando la alta burguesía francesa. Caso similar a los judíos de la diáspora que crearon una clase económica poderosa que incitó el odio de los naturales de los países que los acogieron, llegando a expulsarlos como hicieron en España o a asesinarlos en masa como en Alemania o a entregarlos a sus enemigos como en Francia, con el único propósito de quedarse con sus propiedades como está haciendo Chávez a través de las expropiaciones con los "burgueses venezolanos", con la perversión adicional de destruir el sistema productivo nacional para privilegiar a la alta burguesía yanqui, española, portuguesa, brasileña, argentina o colombiana, ésta última fortalecida con la alianza íntima de Chávez con Santos. Así, a partir del siglo XIX, con la revolución industrial, los burgueses -originados por el tesonero trabajo independiente- fueron marcados como enemigos de los trabajadores por los revolucionarios marxistas y anarquistas y por lo tanto había que destruirlos, pues explotaban a los trabajadores -hasta hacía nada esclavos de los señores feudales- y se apoderaban del valor del producto cuyo precio lo establecía -según la idiotez marxista- el trabajo y no la necesidad que de él tenga la sociedad, pero ¿cómo le quitamos el discursito que reditúa tanto agradecimiento focal? Lo que la historia nos revela es todo lo contrario, al destruir sus bases productivas -para ser empresario se nace como para ser músico- el andamiaje económico del comunismo se derrumba. Allí está Fidel haciendo burgueses por intermedio de Raúl.

Hoy burgueses somos todos

Para la sociología moderna son burgueses todos aquellos cuya profesión no es principalmente manual -ni obreros del campo ni de la ciudad- como funcionarios públicos -Chávez y sus ministros, gobernadores y alcaldes y diputados y directivos y gerentes de las empresas públicas - miembros de las profesiones liberales, educadores, empresarios en general, ganaderos, industriales del campo, banqueros, escritores, intelectuales, etc. Y según el nivel económico -debería ser cultural y profesional- la burguesía se estratifica en pequeña- sufre las mismas penurias que el proletariado -mediana- clase media, recipiendaria del odio de Chávez y del chavismo -y alta burguesía, ésta última asaltada por la godarria chavista que se desvive por ser vecino de la aristocracia plebeya- porque la de origen noble -sangre azul- pereció en los campos de batalla luchando por la independencia -por lo cual, a estos arribistas enriquecidos con dólares imperiales, la expresión popular llama "boliburgueses" aunque en realidad pertenecen a una nueva clase surgida del atraco al erario, la "cleptocracia" que en su afanosa codicia pone a robar a toda la familia.

Cuando veas a tu vecino arder, métete a la regadera

En Venezuela, con la maniática constante revolucionaria que impide consolidar una estructura institucional de Estado, desde los albores de la República las revoluciones "quítate tú pa' poneme yo"- salvo algunos interregnos -se han sucedido a ritmo vertiginoso sin que absolutamente nada haya cambiado en lo sustantivo, salvo la sustitución de una elite dominante, derivada de una revolución, corrompida por la melaza del poder omnímodo, por otra que se corrompe cada vez en menos tiempo. A la Revolución de octubre le costó 25 años prostituirse, la chavista a los seis meses era una cloaca putrefacta, pero con sus andrajos morales empeñados en desmantelar el Estado burgués liberal para sustituirlo por el Estado comunista aburguesado como lo evidencia la extrema obesidad gourmet de su líder, cuyo presupuesto presidencial para 2011 es el doble de lo asignado a la construcción de viviendas para el pueblo.

En conclusión

El lenguaje usado por Chávez -y repetido aborregadamente por sus loros enrojados- es de un atraso espectacular en su definición, quiere expresar cosas con palabras cuyo sentido se perdió en la vorágine de la historia de los últimos veinte años. Y, además, escupe para arriba, pues la clase económica que sustituye a la expropiada o arruinada por sus políticas comunistas inviables, proviene de sus filas y sería interesante escuchar los argumentos que invertirán la carga semántica de empresario burgués a empresario socialista -una contradicción de términos- con las mismas características capitalistas, idénticas consecuencias crematísticas y la misma explotación de los pendejos. El poder bien vale una manipulación verbal para estafar incautos, ignorantes y románticos aduldolescentes. Yo -como dice un amigo- seré pequeño burgués... pero estoy reuniendo.

Wednesday, October 06, 2010

La última entrevista de Arturo Uslar Pietri

AJUSTE DE CUENTAS
La última entrevista de Arturo Uslar Pietri

Escrito por Rafael Arraiz Lucca

Arturo Uslar Pietri, personalidad cimera de nuestra literatura y hombre que por décadas sentó cátedra a través de los medios de comunicación, pudo haber sido también una figura política de significación. No tuvo suerte. El derrocamiento de Isaías Medina Angarita, truncó tempranamente su meteórico ascenso y aunque, años más tarde, tendría ocasión de competir por la Presidencia de la República – aún se recuerda su slogan de campaña “Arturo es el Hombre”- la suerte no lo acompañó y el partido político que naciera de aquella experiencia no tardó en desaparecer.

Rafael Arráiz Lucca entrevistó al destacado humanista venezolano días antes de su muerte. “Ajuste de cuentas” es el título de una extensa conversación de la cual se extrae el siguiente capítulo con motivo a conmemorarse los primeros diez años de su desaparición. La versión íntegra del texto está colocada en la publicación digital Prodavinci.com

Arturo Uslar Pietri

RAFAEL ARRAIZ LUCCA

La cuadrícula urbana caraqueña comenzó a ser desbordada hacia finales del siglo XIX. Aquel trazado típico de la obra colonizadora española en América se desdibujó por el efecto de la urbanización de las haciendas de la periferia. Uno de los primeros trazados urbanísticos hacia el este de la ciudad fue el de la urbanización La Florida, hacia la tercera década de la presente centuria. Allí queda la casa de Arturo Uslar Pietri: una edificación característica del tiempo en que fue levantada, bajo las pautas de diseño arquitectónico de Carlos Raúl Villanueva.

La mayor parte de su existencia ha transcurrido en esta residencia. El largo período de su vida matrimonial con Isabel Braun Kerdel y el nacimiento de sus dos hijos, Arturo y Federico, encuentran marco entre las paredes de este espacio austero. El centro del inmueble, quién lo duda, está en la biblioteca. Dos rectángulos tapizados por estantes de madera, que construyó el padre ebanista de su amigo el escultor Francisco Narváez, constituyen el epicentro de la vida de un hogar que se distingue por su sobriedad. Apenas tres imágenes saludan entre la vivacidad de los libros: una miniatura de Bolívar, pintada por Espinoza, que le regaló su primo hermano y amigo entrañable, Alfredo Boulton, y dos fotografías de enorme poder simbólico en su vida: una con el presidente Isaías Medina Angarita, en el momento en que firma el acta como Secretario de la Presidencia, y otra con Jorge Luis Borges, cuando el maestro argentino estuvo de visita en Caracas, en 1982. Uslar y dos personajes centrales de sus dos devociones: la política y la literatura.

Para llegar a la biblioteca se atraviesa el comedor. Allí, sobre una mesa, reposa el premio Príncipe de Asturias que el escritor recibiera de manos de Don Felipe de Borbón en 1990. Una talla de madera oscura de Narváez dialoga, desde la pared, con la madera clara de los muebles escandinavos del comedor. Antes una suerte de recibo, columna vertebral que distribuye, nos espera una vez que hemos franqueado la puerta. Los mosaicos del piso, rojos y con pequeñas ilustraciones como medievales, me remiten al tiempo en que en Caracas se hacían este tipo de piezas. En el jardín un pastor alemán expresa su poder amenazante ladrando, una vez que un portón negro, encuadrado en una pared cubierta de hiedra, se ha abierto para nosotros. Desde hace casi veinte años vengo a conversar con el doctor Uslar con alguna frecuencia, pero sólo ahora hemos decidido de mutuo acuerdo grabar unas cuantas horas de diálogo. El preludio de estos diálogos está en una entrevista que sostuvimos con motivo de su 80 años, momento en el que el país entero se dispuso a celebrar su vida y su obra, incluso sus adversarios históricos participaron entonces del homenaje. El escritor ha cumplido 94 años y se anima a hacer un recuento de sus avatares, y a volver sobre sus obsesiones temáticas. Corren los meses finales del 2000: vamos del calor bochornoso de agosto al reconfortante fresco decembrino. El cielo se va despejando.

LOS HOMBRES DE SU TIEMPO

A lo largo de nuestros diálogos el doctor Uslar ha emitido juicios sustanciales sobre sus compañeros de viaje, bien sea que se trate de sus amigos o de los hombres de su tiempo vital, que no necesariamente ocupan un lugar en la casa de los afectos. He preferido separar las aguas y ofrecer el juicio en capítulos distintos. El lector comprenderá por qué. Algunas veces lapidario, otras más dado al matiz, lo cierto es que estas opiniones no ofrecen desperdicio, y se fundamentan en valoraciones más racionales que emocionales, aunque no puede pedírsele a nadie que la emoción se mantenga alejada totalmente del juicio.

Rómulo Betancourt en aquella ciudad pequeña era un tipo conocido, era periodista. Muy enamoradizo, con poco éxito y, por supuesto, muy ambicioso, lleno de ambición, muy autoritario.

Luego la vida lo cambio un poco, ¿no?

Debió cambiarlo un poco, me imagino yo. Recuerdo que en su segundo período, ya presidente electo constitucionalmente, tuve que hablar con él, él siempre me trató muy bien. En aquella oportunidad me dijo: “Estos izquierdistas venezolanos son unos pendejos, nunca han entendido qué es lo que hay que hacer. Lo primero que hacen es levantar una bandera antiamericana, esa es una estupidez, la revolución hay que hacerla, pero hay que hacerla con los Estados Unidos.” Era un hombre con un popurrí atravesado, no tenía ningún estudio serio, un hombre de mucha ambición y de mucha audacia.

Pero algunas veces le sonó la flauta.

Sí, claro. Tenía mucho instinto, por ejemplo después del golpe del 45 salió a buscar a un mascarón y Gallegos se prestó. Betancourt utilizó muchísimo a Gallegos. Y Gallegos era un hombre muy débil, muy perezoso mentalmente, la obra de pensamiento de Rómulo Gallegos no existe. Nada, ni un artículo. Era muy timorato, le costaba muchísimo tomar decisiones.

En ese panorama Gonzalo Barrios era distinto. Primero, Gonzalo era un hombre de mucha simpatía personal, era buena persona. En ese grupo había muchos resentidos, él no, él era abierto y franco, con muchas limitaciones, claro, pero no era un sectario, no lo fue nunca, ni fue un malvado tampoco, y yo me atrevería a decir que no fue deshonesto.

¿Y Leoni?

Yo a Leoni lo conocí muchísimo, porque fuimos condiscípulos en la universidad. Era muy buena persona, con una formación incompleta, pero era un hombre sereno, y en general yo creo que su actuación no fue mala en aquel desbarajuste que se produjo con el golpe de estado del 45.

El liberalismo está fundado sobre la tolerancia, el respeto al individuo, el respeto al otro.Creo que era Voltaire el que decía: “Yo odio lo que usted dice, pero odiaría más que usted no lo pudiera decir.”

¿Y Picón Salas?

Mariano vino tardíamente. El pasó casi toda su juventud en Chile, y cuando vino a Venezuela era prácticamente un extranjero, sin vinculación con nadie, era muy timorato, Mariano. Además, Venezuela era un país muy bárbaro, muy incivilizado, y Mariano se había formado en Chile.

¿Cómo ha sido su relación con Caldera?

Caldera es un hombre muy raro. Yo creo que, básicamente, es un hombre muy limitado de horizontes y tiene, en el fondo, una tendencia autoritaria y monástica. El tuvo mucha influencia falangista en la época de estudiante, en la época de la UNE. Nosotros tuvimos un famoso debate por televisión, organizado por Carlos Rangel. La noche del debate en que salí de mi casa para la estación de televisión, la ciudad estaba vacía, todo el mundo estaba pegado al televisor, esperando.

Desde que llegamos al canal, Caldera estaba interesadísimo por decidir quién comenzaba a hablar primero y a mí me daba lo mismo, hasta que lo decidimos con una moneda. A lo largo del debate él me preguntó con mucha insistencia si yo era anticomunista, y me reclamaba que yo nunca hubiese dicho que era anticomunista. Le dije que no, que yo nunca sería anti-nada, porque no soy un fanático. El fue falangista

Recuerdo que en una época aquí hubo gente que trató de ponernos de acuerdo a Caldera y a mí, pero no se logró nada. Una señora muy amable y gentil organizó unos almuerzos en su casa, en los que nos encerraban a Caldera y a mí para que habláramos y nos pusiéramos de acuerdo alrededor de un proyecto político, pero no se alcanzó nada.

¿Y Carlos Andrés Pérez?

Ese es otro tipo de hombre. Carlos Andrés es un aventurero, muy astuto, muy ambicioso.

¿Recientemente no lo ha visto personalmente?

No. La primera impresión que yo tuve de él fue cuando él era viceministro del Interior, y el Ministro era Dubuc, ya entonces se revelaba como un hombre muy ignorante y muy ambicioso.

¿Durante la dictadura de Pérez Jiménez, Pedro Estrada no lo hostigó?

No. Yo tenía una gran ventaja, entonces, y era que Laureano me conocía a mí desde niño, teníamos una buena amistad. El era muy culto, hablaba muy bien francés e italiano, era muy inteligente, y me imagino que Estrada no se metía conmigo por que sabía de mi amistad con Laureano. Por cierto, él me contó una de esas cosas típicas de la picaresca venezolana. Cuando entró a Miraflores después del golpe de estado a Gallegos se encontró con uno de esos tipos que parecía que había nacido en Miraflores. Pues cuando vio a Laureano se le precipitó encima a felicitarlo, diciéndole: “Don Laureano, al fin salimos de esa gente.” Y entonces Laureano le dijo: “¿Y tu no eras adeco, chico? Y el hombre le respondió: “Jumm, eso creían ellos.”

¿Chávez?

Un delirante, ignorantísimo, dice disparates, qué desgracia, el país no logra encaminarse. Pero era muy difícil que Venezuela pudiera encontrar su camino, trató de encontrarlo con López y con Medina, después vino el 18 de octubre y los gobiernos militares y esto se fue, se perdió. Este hombre habla con una arrogancia y una suficiencia increíble, a él se le han pegado algunas frases que ha oído, como esa del liberalismo salvaje, eso lo llena de felicidad. No puede haber liberalismo salvaje, el liberalismo es la flor de la civilización, el tolerar la divergencia.

El liberalismo está fundado sobre la tolerancia, el respeto al individuo, el respeto al otro.

Creo que era Voltaire el que decía: “Yo odio lo que usted dice, pero odiaría más que usted no lo pudiera decir.”

EL COLOR DEL FUTURO

A lo largo de estos diálogos finiseculares, el fuego de la actualidad política venezolana estuvo siempre presente, siempre con la perspectiva del que la ausculta para otear el futuro. Preguntas que desde joven acicatean a Uslar: ¿hacia dónde vamos? ¿Cómo construimos un futuro mejor?

Yo no soy optimista, soy muy pesimista, es que uno no ve qué puede pasar con Venezuela. Desde el punto de vista del azar, pues puede pasar cualquier cosa, pero desde el punto de vista de un desarrollo más o menos lógico, no se ve, no hay propuesta para Venezuela. No hay partidos políticos, los aparentes dirigentes que hay son una gente de muy segundo orden, estamos muy corrompidos. No nos podemos comparar con otros países cercanos, con Colombia no nos podemos comparar, ni con el Perú mismo y no digamos con Argentina, Uruguay o el Brasil, que es esa inmensidad.

Estoy muy angustiado con esto que está pasando con este país. Este es un momento muy malo, muy peligroso, hay mucho dinero, muchísimo dinero y no hay orientación. La educación es un desastre, la política espantosa, no hay debate, el país está sin rumbo, sin destino, sin clase dirigente, hay aventureros, pícaros, gente que tira la parada.

Ahora hablamos de revolución, es muy curioso, la idea de revolución desapareció del mapa. En este momento no queda ningún poder revolucionario en el mundo, menos en Venezuela, claro, y Cuba. Lo trágico es el nivel de la gente que nos gobierna. Yo oía a Chávez el domingo, qué cantidad de disparates dijo y con qué autosuficiencia, con qué arrogancia. Este es un país muy infortunado. Era muy difícil que aquí las cosas hubieran pasado de otra manera, porque este fue siempre un país muy pobre y muy atrasado, aislado, lleno de inestabilidad, de golpes de estado, de eso que llaman revoluciones y, además, apareció esa riqueza inmensa del petróleo en manos del Estado, que provocó una distorsión total.

Si alguien se atreviera a hacer un estudio sobre la idea de revolución en Venezuela, se vería lo que ha costado, lo que ha significado, lo que contiene, lo que expresa, es lamentable.

Ya le digo, yo estoy en un estado de ánimo muy malo, no tengo esperanzas, estoy como en el infierno de Dante. Aquí no hay de dónde agarrarse, es lastimoso un país sin clase dirigente, aluvional, improvisado, improvisante, improvisador. Hay que ver lo que hubiera sido este país con esa montaña de recursos, si el gobierno hubiera tenido un poquito de sentido común.

Fuente: www.prodavinci.com

Friday, September 24, 2010

Vargas Llosa: Breve discurso sobre la cultura

Mario Vargas Llosa, uno de los más  importantes novelistas y ensayistas de Latinoamérica.

Mario Vargas Llosa, uno de los más importantes novelistas y ensayistas de Latinoamérica.

A lo largo de la historia, la noción de cultura ha tenido distintos significados y matices. Durante muchos siglos fue un concepto inseparable de la religión y del conocimiento teológico; en Grecia estuvo marcado por la filosofía y en Roma por el derecho, en tanto que en el Renacimiento lo impregnaban sobre todo la literatura y las artes.

En épocas más recientes como la Ilustración fueron la ciencia y los grandes descubrimientos científicos los que dieron el sesgo principal a la idea de cultura. Pero, a pesar de esas variantes y hasta nuestra época, cultura siempre significó una suma de factores y disciplinas que, según amplio consenso social, la constituían y ella implicaba: la reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución y el fomento de la exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación en todos los campos del saber.

La cultura estableció siempre unos rangos sociales entre quienes la cultivaban, la enriquecían con aportes diversos, la hacían progresar y quienes se desentendían de ella, la despreciaban o ignoraban, o eran excluidos de ella por razones sociales y económicas. En todas las épocas históricas, hasta la nuestra, en una sociedad había personas cultas e incultas, y, entre ambos extremos, personas más o menos cultas o más o menos incultas, y esta clasificación resultaba bastante clara para el mundo entero porque para todos regía un mismo sistema de valores, criterios culturales y maneras de pensar, juzgar y comportarse.

En nuestro tiempo todo aquello ha cambiado. La noción de cultura se extendió tanto que, aunque nadie se atrevería a reconocerlo de manera explícita, se ha esfumado. Se volvió un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio. Porque ya nadie es culto si todos creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que todos puedan justificadamente creer que lo son.

La más remota señal de este progresivo empastelamiento y confusión de lo que representa una cultura la dieron los antropólogos, inspirados, con la mejor buena fe del mundo, en una voluntad de respeto y comprensión de las sociedades más primitivas que estudiaban. Ellos establecieron que cultura era la suma de creencias, conocimientos, lenguajes, costumbres, atuendos, usos, sistemas de parentesco y, en resumen, todo aquello que un pueblo dice, hace, teme o adora. Esta definición no se limitaba a establecer un método para explorar la especificidad de un conglomerado humano en relación con los demás. Quería también, de entrada, abjurar del etnocentrismo prejuicioso y racista del que Occidente nunca se ha cansado de acusarse.

El propósito no podía ser más generoso, pero ya sabemos por el famoso dicho que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Porque una cosa es creer que todas las culturas merecen consideración, ya que, sin duda, en todas hay aportes positivos a la civilización humana, y otra, muy distinta, creer que todas ellas, por el mero hecho de existir, se equivalen. Y es esto último lo que asombrosamente ha llegado a ocurrir en razón de un prejuicio monumental suscitado por el deseo bienhechor de abolir de una vez y para siempre todos los prejuicios en materia de cultura. La corrección política ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores y hasta de culturas modernas y primitivas. Según esta arcangélica concepción, todas las culturas, a su modo y en su circunstancia, son iguales, expresiones equivalentes de la maravillosa diversidad humana.

Si etnólogos y antropólogos establecieron esta igualación horizontal de las culturas, diluyendo hasta la invisibilidad la acepción clásica del vocablo, los sociólogos por su parte -o, mejor dicho, los sociólogos empeñados en hacer crítica literaria- han llevado a cabo una revolución semántica parecida, incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular, una forma de cultura menos refinada, artificiosa y pretenciosa que la otra, pero mucho más libre, genuina, crítica, representativa y audaz. Diré inmediatamente que en este proceso de socavamiento de la idea tradicional de cultura han surgido libros tan sugestivos y brillantes como el que Mijaíl Bajtín dedicó a La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento / El contexto de François Rabelais, en el que contrasta, con sutiles razonamientos y sabrosos ejemplos, lo que llama "cultura popular", que, según el crítico ruso, es una suerte de contrapunto a la cultura oficial y aristocrática, la que se conserva y brota en los salones, palacios, conventos y bibliotecas, en tanto que la popular nace y vive en la calle, la taberna, la fiesta, el carnaval y en la que aquella es satirizada con réplicas que, por ejemplo, desnudan y exageran lo que la cultura oficial oculta y censura como el "abajo humano", es decir, el sexo, las funciones excrementales, la grosería y oponen el rijoso "mal gusto" al supuesto "buen gusto" de las clases dominantes.

No hay que confundir la clasificación hecha por Bajtín y otros críticos literarios de estirpe sociológica -cultura oficial y cultura popular- con aquella división que desde hace mucho existe en el mundo anglosajón, entre la high brow culture y la low brow culture: la cultura de la ceja levantada y la de la ceja alicaída. Pues en este último caso estamos siempre dentro de la acepción clásica de la cultura y lo que distingue a una de otra es el grado de facilidad o dificultad que ofrece al lector, oyente, espectador y simple cultor el hecho cultural. Un poeta como T.S. Eliot y un novelista como James Joyce pertenecen a la cultura de la ceja levantada en tanto que los cuentos y novelas de Ernest Hemingway o los poemas de Walt Whitman a la de la ceja alicaída pues resultan accesibles a los lectores comunes y corrientes. En ambos casos estamos siempre dentro del dominio de la literatura a secas, sin adjetivos. Bajtín y sus seguidores (conscientes o inconscientes) hicieron algo mucho más radical: abolieron las fronteras entre cultura e incultura y dieron a lo inculto una dignidad relevante, asegurando que lo que podía haber en este discriminado ámbito de impericia, chabacanería y dejadez estaba compensado largamente por su vitalidad, humorismo, y la manera desenfadada y auténtica con que representaba las experiencias humanas más compartidas.

De este modo han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los incultos. Hoy ya nadie es inculto o, mejor dicho, todos somos cultos. Basta abrir un periódico o una revista para encontrar, en los artículos de comentaristas y gacetilleros, innumerables referencias a la miríada de manifestaciones de esa cultura universal de la que somos todos poseedores, como por ejemplo "la cultura de la pedofilia", "la cultura de la mariguana", "la cultura punqui", "la cultura de la estética nazi" y cosas por el estilo. Ahora todos somos cultos de alguna manera, aunque no hayamos leído nunca un libro, ni visitado una exposición de pintura, escuchado un concierto, ni aprendido algunas nociones básicas de los conocimientos humanísticos, científicos y tecnológicos del mundo en que vivimos.

Queríamos acabar con las élites, que nos repugnaban moralmente por el retintín privilegiado, despectivo y discriminatorio con que su solo nombre resonaba ante nuestros ideales igualitaristas y, a lo largo del tiempo, desde distintas trincheras, fuimos impugnando y deshaciendo a ese cuerpo exclusivo de pedantes que se creían superiores y se jactaban de monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto. Pero lo que hemos conseguido es una victoria pírrica, un remedio que resultó peor que la enfermedad: vivir en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es.

Sin embargo, se me objetará, nunca en la historia ha habido un cúmulo tan grande de descubrimientos científicos, realizaciones tecnológicas, ni se han editado tantos libros, abierto tantos museos ni pagado precios tan vertiginosos por las obras de artistas antiguos y modernos. ¿Cómo se puede hablar de un mundo sin cultura en una época en que las naves espaciales construidas por el hombre han llegado a las estrellas y el porcentaje de analfabetos es el más bajo de todo el acontecer humano? Sí, todo ese progreso es cierto, pero no es obra de mujeres y hombres cultos sino de especialistas. Y entre la cultura y la especialización hay tanta distancia como entre el hombre de Cromagnon y los sibaritas neurasténicos de Marcel Proust. De otro lado, aunque haya hoy muchos más alfabetizados que en el pasado, este es un asunto cuantitativo y la cultura no tiene mucho que ver con la cantidad, sólo con la cualidad. Es decir, hablamos de cosas distintas. A la extraordinaria especialización a que han llegado las ciencias se debe, sin la menor duda, que hayamos conseguido reunir en el mundo de hoy un arsenal de armas de destrucción masiva con el que podríamos desaparecer varias veces el planeta en que vivimos y contaminar de muerte los espacios adyacentes. Se trata de una hazaña científica y tecnológica, sin lugar a dudas y, al mismo tiempo, una manifestación flagrante de barbarie, es decir, un hecho eminentemente anticultural si la cultura es, como creía T.S. Eliot, "todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido".
La cultura es -o era, cuando existía- un denominador común, algo que mantenía viva la comunicación entre gentes muy diversas a las que el avance de los conocimientos obligaba a especializarse, es decir, a irse distanciando e incomunicando entre sí. Era, así mismo, una brújula, una guía que permitía a los seres humanos orientarse en la espesa maraña de los conocimientos sin perder la dirección y teniendo más o menos claro, en su incesante trayectoria, las prelaciones, lo que es importante de lo que no lo es, el camino principal y las desviaciones inútiles. Nadie puede saber todo de todo -ni antes ni ahora fue posible-, pero al hombre culto la cultura le servía por lo menos para establecer jerarquías y preferencias en el campo del saber y de los valores estéticos. En la era de la especialización y el derrumbe de la cultura las jerarquías han desaparecido en una amorfa mezcolanza en la que, según el embrollo que iguala las innumerables formas de vida bautizadas como culturas, todas las ciencias y las técnicas se justifican y equivalen, y no hay modo alguno de discernir con un mínimo de objetividad qué es bello en el arte y qué no lo es. Incluso hablar de este modo resulta ya obsoleto pues la noción misma de belleza está tan desacreditada como la clásica idea de cultura.

El especialista ve y va lejos en su dominio particular pero no sabe lo que ocurre a sus costados y no se distrae en averiguar los estropicios que podría causar con sus logros en otros ámbitos de la existencia, ajenos al suyo. Ese ser unidimensional, como lo llamó Marcuse, puede ser, a la vez, un gran especialista y un inculto porque sus conocimientos, en vez de conectarlo con los demás, lo aíslan en una especialidad que es apenas una diminuta celda del vasto dominio del saber.

La especialización, que existió desde los albores de la civilización, fue aumentando con el avance de los conocimientos, y lo que mantenía la comunicación social, esos denominadores comunes que son los pegamentos de la urdimbre social, eran las élites, las minorías cultas, que además de tender puentes e intercambios entre las diferentes provincias del saber -las ciencias, las letras, las artes y las técnicas- ejercían una influencia, religiosa o laica, pero siempre cargada de contenido moral, de modo que aquel progreso intelectual y artístico no se apartara demasiado de una cierta finalidad humana, es decir que, a la vez que garantizara mejores oportunidades y condiciones materiales de vida, significara un enriquecimiento moral para la sociedad, con la disminución de la violencia, de la injusticia, la explotación, el hambre, la enfermedad y la ignorancia.

En su célebre ensayo "Notas para la definición de la cultura", T.S. Eliot sostuvo que no debe identificarse a esta con el conocimiento -parecía estar hablando para nuestra época más que para la suya porque hace medio siglo el problema no tenía la gravedad que ahora- porque cultura es algo que antecede y sostiene al conocimiento, una actitud espiritual y una cierta sensibilidad que lo orienta y le imprime una funcionalidad precisa, algo así como un designio moral.

Como creyente, Eliot encontraba en los valores de la religión cristiana aquel asidero del saber y la conducta humana que llamaba la cultura. Pero no creo que la fe religiosa sea el único sustento posible para que el conocimiento no se vuelva errático y autodestructivo como el que multiplica los polvorines atómicos o contamina de venenos el aire, el suelo y las aguas que nos permiten vivir. Una moral y una filosofía laicas cumplieron, desde los siglos xviii y xix, esta función para un amplio sector del mundo occidental.

Aunque, es cierto que, para un número tanto o más grande de los seres humanos, resulta evidente que la trascendencia es una necesidad o urgencia vital de la que no pueden desprenderse sin caer en la anomia o la desesperación.

Jerarquías en el amplio espectro de los saberes que forman el conocimiento, una moral todo lo comprensiva que requiere la libertad y que permita expresarse a la gran diversidad de lo humano pero firme en su rechazo de todo lo que envilece y degrada la noción básica de humanidad y amenaza la supervivencia de la especie, una élite conformada no por la razón de nacimiento ni el poder económico o político sino por el esfuerzo, el talento y la obra realizada y con autoridad moral para establecer, de manera flexible y renovable, un orden de importancia de los valores tanto en el espacio propio de las artes como en las ciencias y técnicas: eso fue la cultura en las circunstancias y sociedades más cultas que ha conocido la historia y lo que debería volver a ser si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autómatas, hacia nuestra desintegración. Sólo de este modo la vida iría siendo cada día más vivible para el mayor número en pos del siempre inalcanzable anhelo de un mundo feliz.

Sería equivocado atribuir en este proceso funciones idénticas a las ciencias y a las letras y a las artes. Precisamente por haber olvidado distinguirlas ha surgido la confusión que prevalece en nuestro tiempo en el campo de la cultura. Las ciencias progresan, como las técnicas, aniquilando lo viejo, anticuado y obsoleto, para ellas el pasado es un cementerio, un mundo de cosas muertas y superadas por los nuevos descubrimientos e invenciones. Las letras y las artes se renuevan pero no progresan, ellas no aniquilan su pasado, construyen sobre él, se alimentan de él y a la vez lo alimentan, de modo que a pesar de ser tan distintos y distantes un Velázquez está tan vivo como Picasso y Cervantes sigue siendo tan actual como Borges o Faulkner.

Las ideas de especialización y progreso, inseparables de la ciencia, son írritas a las letras y a las artes, lo que no quiere decir, desde luego, que la literatura, la pintura y la música no cambien y evolucionen. Pero no se puede decir de ellas, como de la química y la alquimia, que aquella abole a esta y la supera. La obra literaria y artística que alcanza cierto grado de excelencia no muere con el paso del tiempo: sigue viviendo y enriqueciendo a las nuevas generaciones y evolucionando con estas. Por eso, las letras y las artes constituyeron hasta ahora el denominador común de la cultura, el espacio en el que era posible la comunicación entre seres humanos pese a la diferencia de lenguas, tradiciones, creencias y épocas, pues quienes se emocionan con Shakespeare, se ríen con Moliére y se deslumbran con Rembrandt y Mozart se acercan a, y dialogan con, quienes en el tiempo en que aquellos escribieron, pintaron o compusieron, los leyeron, oyeron y admiraron.

Ese espacio común, que nunca se especializó, que ha estado siempre al alcance de todos, ha experimentado periodos de extrema complejidad, abstracción y hermetismo, lo que constreñía la comprensión de ciertas obras a una élite. Pero esas obras experimentales o de vanguardia, si de veras expresaban zonas inéditas de la realidad humana y creaban formas de belleza perdurable, terminaban siempre por educar a sus lectores, espectadores y oyentes integrándose de este modo al espacio común de la cultura. Esta puede y debe ser, también, experimento, desde luego, a condición de que las nuevas técnicas y formas que introduzca la obra así concebida amplíen el horizonte de la experiencia de la vida, revelando sus secretos más ocultos, o exponiéndonos a valores estéticos inéditos que revolucionan nuestra sensibilidad y nos dan una visión más sutil y novedosa de ese abismo sin fondo que es la condición humana.

Hace ya algunos años vi en París, en la televisión francesa, un documental que se me quedó grabado en la memoria y cuyas imágenes, de tanto en tanto, los sucesos cotidianos actualizan con restallante vigencia, sobre todo cuando se habla del problema mayor de nuestro tiempo: la educación.

El documental describía la problemática de un liceo en las afueras de París, uno de esos barrios donde familias francesas empobrecidas se codean con inmigrantes de origen subsahariano, latinoamericano y árabes del Magreb. Este colegio secundario público, cuyos alumnos, de ambos sexos, constituían un arcoíris de razas, lenguas, costumbres y religiones, había sido escenario de violencias: golpizas a profesores, violaciones en los baños o corredores, enfrentamientos entre pandillas a navajazos y palazos y, si mal no recuerdo, hasta tiroteos. No sé si de todo ello había resultado algún muerto, pero sí muchos heridos, y en los registros al local la policía había incautado armas, drogas y alcohol.

El documental no quería ser alarmista, sino tranquilizador, mostrar que lo peor había ya pasado y que, con la buena voluntad de autoridades, profesores, padres de familia y alumnos, las aguas se estaban sosegando. Por ejemplo, con inocultable satisfacción, el director señalaba que gracias al detector de metales recién instalado, por el cual debían pasar ahora los estudiantes al ingresar al colegio, se decomisaban las manoplas, cuchillos y otras armas punzocortantes. Así, los hechos de sangre se habían reducido de manera drástica.

Se habían dictado disposiciones de que ni profesores ni alumnos circularan nunca solos, ni siquiera para ir a los baños, siempre al menos en grupos de dos. De este modo se evitaban asaltos y emboscadas. Y, ahora, el colegio tenía dos psicólogos permanentes para dar consejo a los alumnos y alumnas -casi siempre huérfanos, semihuérfanos, y de familias fracturadas por la desocupación, la promiscuidad, la delincuencia y la violencia de género- inadaptables o pendencieros recalcitrantes.
Lo que más me impresionó en el documental fue la entrevista a una profesora que afirmaba, con naturalidad, algo así como: "Tout va bien, maintenant, mais il faut se débrouiller" ("Ahora todo anda bien, pero hay que saber arreglárselas"). Explicaba que, a fin de evitar los asaltos y palizas de antaño, ella y un grupo de profesores se habían puesto de acuerdo para encontrarse a una hora justa en la boca del metro más cercana y caminar juntos hasta el colegio.

De este modo el riesgo de ser agredidos por los voyous (golfos) se enanizaba. Aquella profesora y sus colegas, que iban diariamente a su trabajo como quien va al infierno, se habían resignado, aprendido a sobrevivir y no parecían imaginar siquiera que ejercer la docencia pudiera ser algo distinto a su vía crucis cotidiano.

En esos días terminaba yo de leer uno de los amenos y sofísticos ensayos de Michel Foucault en el que, con su brillantez habitual, el filósofo francés sostenía que, al igual que la sexualidad, la psiquiatría, la religión, la justicia y el lenguaje, la enseñanza había sido siempre, en el mundo occidental, una de esas "estructuras de poder" erigidas para reprimir y domesticar al cuerpo social, instalando sutiles pero muy eficaces formas de sometimiento y enajenación a fin de garantizar la perpetuación de los privilegios y el control del poder de los grupos sociales dominantes.

Bueno, pues, por lo menos en el campo de la enseñanza, a partir de 1968 la autoridad castradora de los instintos libertarios de los jóvenes había volado en pedazos. Pero, a juzgar por aquel documental, que hubiera podido ser filmado en otros muchos lugares de Francia y de toda Europa, el desplome y desprestigio de la idea misma del docente y la docencia -y, en última instancia, de cualquier forma de autoridad- no parecía haber traído la liberación creativa del espíritu juvenil, sino, más bien, convertido a los colegios así liberados, en el mejor de los casos, en instituciones caóticas, y, en el peor, en pequeñas satrapías de matones y precoces delincuentes.

Es evidente que Mayo del 68 no acabó con la "autoridad", que ya venía sufriendo hacía tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los órdenes, desde el político hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educación. Pero la revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia, quienes fueron los protagonistas de aquel divertido carnaval que proclamó como eslogan del movimiento "¡Prohibido prohibir!", extendió al concepto de autoridad su partida de defunción.

Y dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario más noble es desconocerla, negarla y destruirla. El poder no se vio afectado en lo más mínimo con este desplante simbólico de los jóvenes rebeldes que, sin saberlo la inmensa mayoría de ellos, llevaron a las barricadas los ideales iconoclastas de pensadores como Foucault. Baste recordar que en las primeras elecciones celebradas en Francia después de Mayo del 68, la derecha gaullista obtuvo una rotunda victoria.

Pero la autoridad, en el sentido romano de auctoritas, no de poder sino, como define en su tercera acepción el Diccionario de la rae, de "prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia", no volvió a levantar cabeza. Desde entonces, tanto en Europa como en buena parte del resto del mundo, son prácticamente inexistentes las figuras políticas y culturales que ejercen aquel magisterio, moral e intelectual al mismo tiempo, de la "autoridad" clásica y que encarnaban a nivel popular los maestros, palabra que entonces sonaba tan bien porque se asociaba al saber y al idealismo. En ningún campo ha sido esto tan catastrófico para la cultura como en el de la educación.

El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos -desde la perspectiva progresista- en representante del poder represivo, es decir en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir, e, incluso, abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era prácticamente imposible que cumpliera eficazmente su función de educador -de transmisor tanto de valores como de conocimientos- ante sus alumnos, sino de los propios padres de familia y de filósofos revolucionarios que, a la manera del autor de Vigilar y castigar, personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de los que -al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los manicomios- se vale el establecimiento para embridar el espíritu crítico y la sana rebeldía de niños y adolescentes.

Muchos maestros, de muy buena fe, se creyeron esta degradante satanización de sí mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio haciendo suyas algunas de las más disparatadas secuelas de la ideología de Mayo del 68 en lo relativo a la educación, como considerar aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e, incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelación en el rendimiento académico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos, se propagaría la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, el individualismo, la negación de la igualdad y el racismo.

Es verdad que estos extremos no han llegado a afectar a todos los sectores de la vida escolar, pero una de las perversas consecuencias del triunfo de las ideas -de las diatribas y fantasías- de Mayo del 68 ha sido que a raíz de ello se ha acentuado brutalmente la división de clases a partir de las aulas escolares. La enseñanza pública fue uno de los grandes logros de la Francia democrática, republicana y laica. En sus escuelas y colegios, de muy alto nivel, las oleadas de alumnos gozaban de una igualdad de oportunidades que corregía, en cada nueva generación, las asimetrías y privilegios de familia y clase, abriendo a los niños y jóvenes de los sectores más desfavorecidos el camino del progreso, del éxito profesional y del poder político.

El empobrecimiento y desorden que ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del mundo, ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene acceso sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante en la forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y del futuro. Nunca tan cierto aquello de "nadie sabe para quién trabaja". Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni enajenación ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos.

No es arbitrario citar el caso paradójico de Michel Foucault. Sus intenciones críticas eran serias y su ideal libertario innegable.

Su repulsa de la cultura occidental -la única que, con todas sus limitaciones y extravíos, ha hecho progresar la libertad, la democracia y los derechos humanos en la historia- lo indujo a creer que era más factible encontrar la emancipación moral y política apedreando policías, frecuentando los baños "gays" de San Francisco o los clubes sadomasoquistas de París, que en las aulas escolares o las ánforas electorales. Y, en su paranoica denuncia de las estratagemas de que, según él, se valía el poder para someter a la opinión pública a sus dictados, negó hasta el final la realidad del sida -la enfermedad que lo mató- como un embauque más del establecimiento y sus agentes científicos para aterrar a los ciudadanos imponiéndoles la represión sexual.

Su caso es paradigmático: el más inteligente pensador de su generación tuvo siempre, junto a la seriedad con que emprendió sus investigaciones en distintos campos del saber -la historia, la psiquiatría, el arte, la sociología, el erotismo y, claro está, la filosofía- una vocación iconoclasta y provocadora -en su primer ensayo había pretendido demostrar que "el hombre no existe"- que a ratos se volvía mero desplante intelectual, gesto desprovisto de seriedad. También en esto Foucault no estuvo solo, hizo suyo un mandato generacional que marcaría a fuego la cultura de su tiempo: una propensión hacia el sofisma y el artificio intelectual.

Es otra de las razones de la pérdida de "autoridad" de los pensadores de nuestro tiempo: no eran serios, jugaban con las ideas y las teorías como los malabaristas de los circos con los pañuelos y palitroques, que divierten y hasta maravillan pero no convencen.

Una de las primeras en advertirlo y criticarlo con dureza fue Gertrude Himmelfarb, que, en una excelente y polémica colección de ensayos titulada Mirando el abismo (On looking into the abyss, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1994), arremetió contra la cultura posmoderna y, sobre todo, el estructuralismo de Michel Foucault y el deconstruccionismo de Jacques Derrida y Paul de Man, corrientes de pensamiento que le parecían frívolas y superficiales comparadas con las escuelas tradicionales de crítica literaria e histórica.

Su libro es también un homenaje a Lionel Trilling, el autor de La imaginación liberal (1950) y muchos otros ensayos sobre la cultura que tuvieron gran influencia en la vida intelectual y académica de la posguerra en Estados Unidos y Europa y al que hoy día pocos recuerdan y ya casi nadie lee. Trilling no era un liberal en lo económico (en este dominio abrigaba más bien tesis socialdemócratas), pero sí en lo político, por su defensa pertinaz de la virtud para él suprema de la tolerancia, de la ley como instrumento de la justicia, y sobre todo en lo cultural, con su fe en las ideas como motor del progreso y su convicción de que las grandes obras literarias enriquecen la vida, mejoran a los hombres y son el sustento de la civilización.

Para un "posmoderno" estas creencias resultan de una ingenuidad arcangélica o de una estupidez supina, al extremo de que nadie se toma siquiera el trabajo de refutarlas. La profesora Himmelfarb muestra cómo, pese a los pocos años que separan a la generación de un Lionel Trilling de las de un Derrida o un Foucault, hay un verdadero abismo infranqueable entre aquel, convencido de que la historia humana es una sola, el conocimiento una empresa totalizadora, el progreso una realidad posible y la literatura una actividad de la imaginación con raíces en la historia y proyecciones en la moral, y quienes han relativizado las nociones de verdad y de valor hasta volverlas ficciones, entronizado como axioma que todas las culturas se equivalen y disociado la literatura de la realidad, confinando a aquella en un mundo autónomo de textos que remiten a otros textos sin relacionarse jamás con la experiencia vivida.

Aunque no comparto del todo la devaluación que Gertrude Himmelfarb hace de Foucault, a quien, con todos los sofismas y exageraciones que puedan reprochársele, por ejemplo en sus teorías sobre las supuestas "estructuras de poder" implícitas en todo lenguaje (el que, según el filósofo francés, transmitiría siempre las palabras e ideas que privilegian a los grupos sociales hegemónicos), hay que reconocerle el haber contribuido a dar a ciertas experiencias marginales y excéntricas (de la sexualidad, de la represión social, de la locura) un derecho de ciudad en la vida cultural, sus críticas a los estragos que la deconstrucción ha causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables. A los deconstruccionistas debemos, por ejemplo, que en nuestros días sea ya poco menos que inconcebible hablar de "humanidades", para ellos un síntoma de apolillamiento intelectual y de ceguera científica.

Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crítica deba ser útil -si es divertido o estimulante ya me basta- sino porque si la literatura es lo que él supone -una sucesión o archipiélago de "textos" autónomos, impermeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual-, ¿cuál es la razón de "deconstruirlos"? ¿Para qué esos laboriosos esfuerzos de erudición, de arqueología retórica, esas arduas genealogías lingüísticas, aproximando o alejando un texto de otro hasta constituir esas artificiosas deconstrucciones intelectuales que son como vacíos animados?

Hay una incongruencia absoluta entre una tarea crítica que comienza por proclamar la ineptitud esencial de la literatura para influir sobre la vida (o para ser influida por ella) y para transmitir verdades de cualquier índole asociables a la problemática humana y que, luego, se vuelca tan afanosamente a desmenuzar -y a menudo con alardes intelectuales de inaguantable pretensión- esos monumentos de palabras inútiles. Cuando los teólogos medievales discutían sobre el sexo de los ángeles no perdían el tiempo: por trivial que pareciera, esta cuestión se vinculaba de algún modo para ellos con asuntos tan graves como la salvación o la condena eternas. Pero desmontar unos objetos verbales cuyo ensamblaje se considera, en el mejor de los casos, una intensa nadería formal, una gratuidad verbosa y narcisista que nada enseña sobre nada que no sea ella misma y que carece de moral, es hacer de la crítica literaria una monótona masturbación.

No es de extrañar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, en los Estados Unidos), los departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos (y que se filtren en ellos tantos embaucadores), y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crítica literaria (a los que hay que buscar con lupa en las librerías y donde no es raro encontrarlos, en rincones legañosos, entre manuales de yudo y karate u horóscopos chinos).

Para la generación de Lionel Trilling, en cambio, la crítica literaria tenía que ver con las cuestiones centrales del quehacer humano, pues ella veía en la literatura el testimonio por excelencia de las ideas, los mitos, las creencias y los sueños que hacen funcionar a la sociedad y de las secretas frustraciones o estímulos que explican la conducta individual. Su fe en los poderes de la literatura sobre la vida era tan grande que, en uno de los ensayos de La imaginación liberal (del que Gertrude Himmelfarb ha tomado el título de su libro), Trilling se preguntaba si la mera enseñanza de la literatura no era ya, en sí, una manera de desnaturalizar y empobrecer el objeto del estudio. Su argumento se resumía en esta anécdota: "Les he pedido a mis estudiantes que 'miren el abismo' (las obras de un Eliot, un Yeats, un Joyce, un Proust) y ellos, obedientes, lo han hecho, tomado sus notas, y luego comentado: muy interesante ¿no?" En otra palabras, la academia congelaba, superficializaba y volvía saber abstracto la trágica y revulsiva humanidad contenida en aquellas obras de imaginación, privándolas de su poderosa fuerza vital, de su capacidad para revolucionar la vida del lector. La profesora Himmelfarb advierte con melancolía toda el agua que ha corrido desde que Lionel Trilling expresaba estos escrúpulos de que al convertirse en materia de estudio la literatura fuera despojada de su alma y de su poderío, hasta la alegre ligereza con que un Paul de Man podía veinte años más tarde valerse de la crítica literaria para "deconstruir" el Holocausto, en una operación intelectual no muy distante de la de los historiadores revisionistas empeñados en negar el exterminio de seis millones de judíos por los nazis.

Ese ensayo de Lionel Trilling sobre la enseñanza de la literatura yo lo he releído varias veces, sobre todo cuando me ha tocado hacer de profesor. Es verdad que hay algo engañoso y paradojal en reducir a una exposición pedagógica, de aire inevitablemente esquemático e impersonal -y a deberes escolares que, para colmo, hay que calificar- unas obras de imaginación que nacieron de experiencias profundas, y, a veces, desgarradoras, de verdaderas inmolaciones humanas, y cuya auténtica valoración sólo puede hacerse, no desde la tribuna de un auditorio, sino en la discreta y reconcentrada intimidad de la lectura y medirse cabalmente por los efectos y repercusiones que ellas tienen en la vida privada del lector.

Yo no recuerdo que alguno de mis profesores de literatura me hiciera sentir que un buen libro nos acerca al abismo de la experiencia humana y a sus efervescentes misterios. Los críticos literarios, en cambio, sí. Recuerdo sobre todo a uno, de la misma generación de Lionel Trilling y que para mí tuvo un efecto parecido al que ejerció este sobre la profesora Himmelfarb, contagiándome su convicción de que lo peor y lo mejor de la aventura humana pasaba siempre por los libros y de que ellos ayudaban a vivir. Me refiero a Edmund Wilson, cuyo extraordinario ensayo sobre la evolución de las ideas y la literatura socialistas, desde que Michelet descubrió a Vico hasta la llegada de Lenin a San Petersburgo, Hacia la estación de Finlandia, cayó en mis manos en mi época de estudiante. En esas páginas de estilo diáfano pensar, imaginar e inventar valiéndose de la pluma era una forma magnífica de actuar y de imprimir una marca en la historia; en cada capítulo se comprobaba que las grandes convulsiones sociales o los menudos destinos individuales estaban visceralmente articulados con el impalpable mundo de las ideas y de las ficciones literarias.

Edmund Wilson no tuvo el dilema pedagógico de Lionel Trilling en lo que concierne a la literatura pues nunca quiso ser profesor universitario. En verdad, ejerció un magisterio mucho más amplio del que acotan los recintos universitarios. Sus artículos y reseñas se publicaban en revistas y periódicos (algo que un crítico "deconstruccionista" consideraría una forma extrema de degradación intelectual) y algunos de sus mejores libros -como el que escribió sobre los manuscritos hallados en el Mar Muerto- fueron reportajes para The New Yorker. Pero el escribir para el gran público profano no le restó rigor ni osadía intelectual; más bien lo obligó a tratar de ser siempre responsable e inteligible a la hora de escribir.

Responsabilidad e inteligibilidad van parejas con una cierta concepción de la crítica literaria, con el convencimiento de que el ámbito de la literatura abarca toda la experiencia humana, pues la refleja y contribuye decisivamente a modelarla, y de que, por lo mismo, ella debería ser patrimonio de todos, una actividad que se alimenta en el fondo común de la especie y a la que se puede recurrir incesantemente en busca de un orden cuando parecemos sumidos en el caos, de aliento en momentos de desánimo y de dudas e incertidumbres cuando la realidad que nos rodea parece excesivamente segura y confiable.

A la inversa, si se piensa que la función de la literatura es sólo contribuir a la inflación retórica de un dominio especializado del conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas proliferan con el único objeto de producir ciertos desordenamientos formales en el cuerpo lingüístico, el crítico puede, a la manera de tantos posmodernos, entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla expresiva.

La cultura puede ser experimento y reflexión, pensamiento y sueño, pasión y poesía y una revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones, teorías y creencias. Pero ella no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera, de la vida vivida, que no es nunca la de los lugares comunes, la del artificio, el sofisma y la frivolidad, sin riesgo de desintegrarse. Puedo parecer pesimista, pero mi impresión es que, con una irresponsabilidad tan grande como nuestra irreprimible vocación por el juego y la diversión, hemos hecho de la cultura uno de esos vistosos pero frágiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento.

Lima, abril de 2010.

Por Mario Vargas Llosa.

Wednesday, July 28, 2010

Exposición del Cardenal Urosa Savino en la Asamblea Nacional


EXPOSICIÓN DEL CARDENAL JORGE UROSA SAVINO ANTE LA COMISION COORDINADORA DE LA ASAMBLEA NACIONAL DE LA REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA

Ciudadana Presidenta y demás diputadas y diputados de la Comisión Coordinadora de la Asamblea Nacional:

Con la mejor buena voluntad y en espíritu de diálogo abierto, sereno y respetuoso,
acudo ante ustedes atendiendo la cordial invitación de la Ciudadana Diputada Cilia
Flores, Presidenta de este Cuerpo Legislativo. Agradezco también la garantía
ofrecida por la Ciudadana Presidenta con relación a mi seguridad y respeto a mi dignidad
y condición humana.

Con el respeto y reconocimiento debidos a este cuerpo que representa el Poder Legislativo del Estado Venezolano, vengo como Arzobispo de Caracas, es decir, líder religioso y Pastor de los 5 millones de católicos de Caracas sin distinción de simpatías políticas; Cardenal de la iglesia en Venezuela y Presidente de honor de la Conferencia Episcopal Venezolana.
En mi tarea pastoral en Caracas me acompañan los Obispos Auxiliares y más de 500 sacerdotes y diáconos, y 1.100 religiosas y religiosos que sirven permanentemente las necesidades pastorales de los
caraqueños. También miles de laicos comprometidos que trabajan en las actividades pastorales de la Iglesia. Como sacerdote caraqueño, además de mis labores como formador de sacerdotes en los
Seminarios eclesiásticos de Caracas, trabajé durante 11 años en un barrio popular, el barrio Casa de Tabla, conocido ahora como "Cecilio Acosta en Maca, Petare.

Soy un Obispo, Pastor de la Iglesia, servidor de Jesucristo y del pueblo venezolano todo. En esa condición he actuado y hablado sobre las cuestiones sociales. No me considero ni me he considerado nunca, y no he actuado en ningún momento como actor u operador político.

Soy vocero de Jesucristo y de las inquietudes y del interés del pueblo venezolano por la paz, el encuentro, la inclusión, y por el respeto a los derechos humanos civiles, sociales, y políticos consagrados en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. No soy vocero de ninguna parcialidad política.

MISIÓN DE LA IGLESIA Y DERECHOS DE LOS OBISPOS

En los debates de estos días se ha hablado mucho sobre la misión de la Iglesia, más específicamente sobre la competencia y participación los Obispos en la vida nacional. Antes de hacer algunas consideraciones de carácter religioso o teológico sobre el tema, quisiera destacar que el art. 62 de la Constitución claramente afirma el derecho de todos los ciudadanos venezolanos a participar activamente en la vida pública. Cito: "Todos los ciudadanos y ciudadanas tienen el derecho de participar libremente en tos asuntos públicos, directamente o por medio de sus representantes elegidos o elegidas". Y el art. 132 va más allá: "Toda persona tiene el deber de cumplir sus responsabilidades sociales y participar solidariamente en la vida política, social y comunitaria del país, promoviendo y defendiendo los derechos humanos como fundamento de la convivencia democrática y de la paz social".
En cumplimiento de esta disposición constitucional, la participación en la vida pública de los Obispos. Pastores de la Iglesia en Venezuela, va en la línea del relación y convivencia de los ciudadanos en la Polis con el libre ejercicio de sus derechos; no como búsqueda o ejercicio del poder político, ni mucho menos como expresión de la legítima participación de los ciudadanos en partidos políticos. Repito, no somos operadores políticos.

De manera que, cuando los Obispos, desde nuestra misión pastoral, religiosa y espiritual, expresamos nuestras opiniones sobre aspectos de la vida social o política del país, lo hacemos con pleno derecho como ciudadanos venezolanos, y cumpliendo el deber que nos impone la Constitución Nacional de promover y defender los derechos humanos para el logro de la convivencia democrática y de la paz social.
Pero es que, además, nuestra condición cristiana y nuestra misma misión pastoral de constructores de la paz, nos impone el deber de velar por la vigencia de los derechos humanos. Cristo nos dice que seremos juzgados por el amor, él nos dice "porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, preso y enfermo, y me visitaste", etc. (Mt, 25)

La Misión Pastoral de la Iglesia no es solamente celebrar actos de culto, sino anunciar a Jesucristo y su Evangelio del amor a Dios y del amor fraterno, del respeto a la vida y los derechos de los seres humanos; es promover la convivencia social en el marco de la libertad y la justicia. Los Mandamientos de la Ley de Dios son un llamado a una convivencia social libre, justa, fraterna. Y eso es lo que nos mueve a los Obispos venezolanos a pronunciarnos sobre la vida social y pública del país.

Al respecto quiero destacar que no es ahora, en los últimos años, cuando los Obispos venezolanos hemos hecho llamados a la conversión moral en lo social y a la renovación del corazón en la vida política, económica y social de Venezuela. Quiero recordar aquí, entre muchos, algunos documentos de aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia publicados a lo largo de estos años, durante diversos gobiernos: el documento "iglesia y política, de 1973"; "La Situación social del País, de enero de 1974" en el cual se habla de la necesidad de que se promueva un progreso más efectivo, dirigido al beneficio de todos, pero especialmente a los sectores menos favorecidos, y particularmente a los marginados. El documento sobre Las Misiones y los Indígenas, de julio de 1977, en el cual se rechazan abiertamente las violaciones a los derechos humanos de los indígenas: la carta pastoral de Cuaresma de 1980, profética en su diagnóstico y en sus propuestas, en la cual, al hacer un apremiante llamado a la conversión moral, se afirma que la situación social de Venezuela configuraba una situación personal, colectiva y estructural de pecado; el documento sobre la vivienda, de enero de 1986, y el documento sobre el desempleo, de julio de 1987; el documento publicado en enero de 1988 con motivo de los 25 años del 23 de enero de 1958. Especial relieve merece la Exhortación "La recuperación del país" publicada luego del Caracazo, el 8 de abril de 1989, en la cual se hace un diagnóstico severo y muy claro sobre la situación política, económica y social de Venezuela, y se condena la masacre de El Amparo.

Otro documento de especial significación es el titulado "Constructores de la Paz", publicado el 10 de enero de 1992, donde se alude, entre otras cosas, a los asesinatos cometidos por funcionarios de los cuerpos de seguridad del estado. Allí advertíamos: "Sin una respuesta pronta y efectiva a esas urgencias, no habrá paz social con los consiguientes peligros de anarquía o de tentaciones a soluciones de fuerza" Tres semanas después sucedieron los hechos del 4 de febrero.

De manera que no ha sido solamente en estos últimos 11 años cuando los Obispos venezolanos, en ejercicio de nuestra misión religiosa y pastoral, y de nuestros derechos constitucionales hemos hecho apremiantes llamados al diálogo, a la atención de las necesidades del pueblo, a la defensa de los derechos humanos, a la inclusión y a la convivencia social, a la justicia como base de la paz. No nos encerramos en las sacristías, ni nos escondemos tras el incienso de las ceremonias. Somos Obispos de una iglesia viva y activa,
comprometida con el pueblo venezolano.

Y esto lo hacemos como respuesta al llamado del Concilio Vaticano. II que nos dice:
"la Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana... Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios que sean conformes al evangelio al bien de lodos según la diversidad de tiempos y de situaciones" (OS. 76)

Y al Documento de la V Conferencia General de los Obispos latinoamericanos y del Caribe, Aparecida, que afirma:

504 "Consciente de la distinción entre comunidad política y comunidad religiosa, base de sana laicidad, la Iglesia no dejará de preocuparse por el bien común de los pueblos y, en especial, por la defensa de principios éticos no negociables porque están arraigados en la naturaleza humana"

Pero sobre lodo, los Obispos hablamos en respuesta al evangelio de Nuestro Señor Jesucristo que nos llama a ser misericordiosos y a atender las necesidades de nuestros hermanos: Recordemos la parábola del buen samaritano. El modelo es quien ayuda a su hermano en la tribulación. (Le, 10,33 ss).Y el apóstol Santiago, recalcando la necesidad de la caridad concreta hacia los demás nos dice: "La religión pura e intachable ante Dios Padre es esta: visitar a los huérfanos y viudas en su tribulación"... (St. I. 27)

En el cumplimiento de nuestra Misión pastoral con respecto a la vida concreta de los venezolanos, los Obispos actuamos siempre como ministros de Jesucristo y como pastores del Pueblo de Dios, no buscando el poder, sino como servidores y constructores de la paz. Por eso siempre apelamos a la conversión moral, a la necesidad de modificar las conductas, a la rectificación de políticas que consideremos equivocadas, a la necesidad de que todos nos consideremos hermanos en una casa común, una familia, miembros de un solo pueblo, el pueblo venezolano, sin exclusiones de ningún tipo. Permanentemente invitamos al diálogo entre los diversos sectores, a la convivencia, a la búsqueda de soluciones para los diversos problemas del país. Valores como justicia, paz, diálogo y reconciliación son los que guían nuestro ánimo y nuestros documentos en materia social.

MIS DECLARACIONES

Ustedes me han invitado para que, explique las razones que sustentan las denuncias que presuntamente habría realizado contra del Comandante Hugo Chávez Presidente Constitucional de Venezuela y de las Instituciones del listado Venezolano" en recientes declaraciones.

Un punto previo: suelo declarar muy poco. Y en mis actuaciones litúrgicas evito el tema político partidista, y así lo exijo a todos los sacerdotes de la Iglesia en Caracas. Mi predicación es religiosa, y de moral tanto individual como social: no es una predicación partidista.

Ahora bien: quiero decir respetuosamente que en mis declaraciones si he emitido opiniones, pero no he formulado "acusaciones ni denuncias". No es mi ánimo o intención, he emitido mis opiniones amparado por los valores consagrados en nuestra Constitución, tales como la democracia, la preeminencia de los derechos humanos y el pluralismo político, consagrados en el art. 2 de nuestra Carta Magna. y, el deber del Estado de garantizar el cumplimiento de los principios, derechos y deberes reconocidos y consagrados en esta Constitución.

He emitido mis apreciaciones como ciudadano venezolano en pleno goce de los derechos que me otorga la Constitución, a la cual me acojo, teniendo en cuenta que, - como dice el Art. 19 - "El Estado garantizará a toda persona, conforme al principio de progresividad y sin discriminación alguna, el goce y ejercicio irrenunciable,., de los derechos humanos...Su respeto y garantía son obligatorios para los órganos del Poder Público, de conformidad con esta Constitución, con los tratados sobre derechos humanos suscritos y ratificados por la República y con las leyes que los desarrollen". Como ciudadano venezolano también reivindico, a tenor del art. 39, mi titularidad de derechos políticos de acuerdo con la Constitución, y en particular mi derecho a mi integridad física, psíquica o y moral, consagrado en el art. 46. También reivindico el derecho consagrado en el art. 60 que reza: *Toda persona tiene derecho a la protección de su honor, vida privada, intimidad, propia imagen confidencialidad y reputación"

Me emitido opiniones con seriedad, expuesto a equivocarme, pero no he dicho mentiras. Mentir es decir algo que uno sabe falso como si fuera verdad. Opinar es emitir una apreciación con algún margen de error. Con humildad pero con dignidad afirmo que no soy mentiroso.

He emitido opiniones acogiéndome al art. 57 de la Constitución que reza: "Toda persona tiene derecho a expresar libremente sus pensamientos, sus ideas u opiniones de viva voz, por escrito o mediante cualquier otra forma de expresión y de hacer uso para ello de cualquier medio de comunicación y difusión, sin que pueda establecerse censura. Quien haga uso de este derecho asume plena responsabilidad por lo expresado".

Y es bueno recordar que, a tenor del art. 141 de la Constitución, la Administración Pública, se fundamenta "en los principios de honestidad, participación, eficacia,rendición de cuentas y responsabilidad en el ejercicio de la función pública ¿No implica esto que en su gestión los funcionarios están sujetos al escrutinio, opinión y crítica de los ciudadanos? Yo he expresado mis opiniones en ejercicio del legítimo derecho a la crítica sobre la actuación de funcionarios en asuntos de naturaleza pública e interés colectivo.

En este marco, y en concreto, quiero decir dos cosas:

En primer lugar he opinado que el Presidente Chávez quiere llevar al país por el camino del socialismo marxista. Pues bien: no he dicho nada nuevo, pues el
Presidente en varias ocasiones ha afirmado ser marxista como lo hizo, por ejemplo en esta Asamblea el 15 de enero de 2010, y está decidido a convertir a Venezuela en un estado socialista. Opino que llevarnos por este camino implicaría dejar a un lado importantes principios consagrados en la actual Constitución.

El Estado socialista marxista es totalitario, pues copa todos los espacios, tal como sucedió en los países sometidos al régimen socialista o comunista, como los de Europa Central, la Unión Soviética en el pasado, y Cuba todavía en el presente.

En segundo lugar quiero aclarar que en ningún momento he opinado negativamente en contra -y menos he atacado- a la Asamblea Nacional, al Tribunal Supremo de Justicia o a la Fiscalía General de (a Nación, Respeto todas las Instituciones del listado y nunca me he referido a ellas de manera: negativa en los medios de comunicación. Respeto igualmente y nunca he ofendido al Ciudadano Presidente de la República.

Mis opiniones no van en contra de las instituciones. Simplemente expreso mis apreciaciones sobre algunas actuaciones. Al opinar que algunas leyes me parecen inconstitucionales no ataco, ni desconozco, ni actúo en contra de la Asamblea, sino que me parece que esas leyes van al margen o contrarían el espíritu y en algunos casos la letra de la Constitución, ejerzo así mi derecho a participar en la vida pública del país. en el marco del pluralismo consagrado por la Constitución, y en uso de la libertad de expresión, tan querida por todos los venezolanos. De hecho se han dado muchos casos, antes y ahora, de que personas o instituciones acudan legítimamente al Tribunal Supremo a cuestionar la constitucionalidad de algunas leyes.

Mi opinión de que algunas leyes contrarían el espíritu o el texto constitucional es sostenida también por algunas instituciones de gran prestigio, tales como la Asociación Venezolana de Derecho Constitucional (15 de dic. de 2009), la declaración de Decanos de Facultades de Ciencias Jurídicas y Políticas de algunas Universidades; Consejo Superior de la Federación de Colegios de Abogados, entre otros. Esa opinión también ha sido manifestada públicamente en la Asamblea por algunos diputados.

ALGUNAS LEYES PREOCUPANTES

En concreto, algunas leyes que me. en mi opinión, parecen estar en contradicción
con la Constitución en algunos aspectos, son:
la Ley del Consejo Federal de Gobierno,
la Ley de reforma de la Ley Orgánica de descentralización, delimitación y
transferencia de competencias del Poder Público:
La Ley Orgánica de Educación:
la Ley de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana;
la Ley sobre la Organización y régimen del Distrito Capital;
La Ley para la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios (Ley
del Indepabis).
La Ley Orgánica de Procesos Electorales.
Y el Proyecto de Ley de Comunas.

En general, esas leyes afectan el pluralismo político, fundamental para la vida democrática, pues incorporan la concepción socialista, para implantar una Patria socialista lo cual consagra como obligatoria para todos los venezolanos una ideología, un sistema y una participación. lo cual es ajeno al espíritu y a la letra de la Constitución, que habla de Estado social de Derecho y de Justicia, y propugna como uno de los valores fundamentales el pluralismo político Van en una línea de centralización del poder, en contra del federalismo y la descentralización, lo cual vulnera las capacidades de acción de los venezolanos de la provincia. Todas estas leyes van en la línea de darle más poder al Gobierno central y a la Presidencia de la República, en detrimento de las capacidades y el poder del pueblo, de la gente, de de las regiones, de la familia, del ciudadano, y consagran un Estado y un Gobierno cada vez más poderoso por encima de la acción e iniciativa de la gente, de los ciudadanos comunes.

CONCLUSIÓN

Ciudadana Presidenta;
Ciudadanas diputadas, ciudadanos diputados:

Al concluir esta exposición quiero reafirmar, junto con todos los Obispos de la Iglesia Católica en Venezuela, nuestra actitud de disposición al diálogo, de servicio al pueblo venezolano, de participación en el marco de los derechos que nos otorga la Constitución, y en cumplimiento de nuestro deber como pastores del Pueblo de Dios, que vive en concreto en condiciones históricas sociales, económicas y políticas que todos hemos de procurar mejorar.

Reafirmo mi condición de Pastor de la Iglesia, a la cual sirvo en nombre de Jesucristo, con el propósito de que su "Reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz", se haga realidad en el corazón de los venezolanos, a través de la fe en Dios, y a través de la convivencia fraterna y solidaria.

Muchas gracias
Caracas, 27 de julio de 2010