Las 10 razones por las que muchos latinoamericanos la apoyan, y
Los 10 factores que explican por que la izquierda estatista fracasa cuando gobierna
Por Carlos Alberto Montaner
Creen en que le corresponde al Estado ser el principal agente económico del país. Según ellos, es el Estado quien debe controlar la economía, planificar la zona que no controla de manera expresa, y convertirse directamente en el gran productor de bienes y servicios.
Creen que la principal función del Estado es redistribuir la renta, poniendo énfasis, naturalmente, en asignar distintas formas de dádivas o subsidios a las clases populares, masa cuyas simpatías políticas intentan concitar por este medio para convertirlas en la principal fuente de soporte y, en algunos casos, como sucede en Argentina, por ejemplo, en tropa de choque para defender violentamente las posiciones del gobierno.
En general, es una corriente enemiga de la empresa privada, a la que le imputa la existencia de la pobreza y la desigualdad en nuestras sociedades. El ciudadano emprendedor no es un factor social apreciable sino despreciable, que suele buscar su provecho y no el de la comunidad.
Suponen que les corresponde a los funcionarios y no al mercado decidir los precios y salarios, determinar qué y cuánto debe producirse, y quiénes y cuándo deben recibir esos bienes y servicios. Padecen, como sospechaba Hayek, de la fatal arrogancia de creer que conocen las necesidades de las personas y cómo satisfacerlas mejor que ellas mismas.
Estados Unidos es la cabeza del imperio, como suelen decir, y el principal causante de la pobreza en el tercer mundo por los injustos términos de intercambio que impone en sus relaciones comerciales internacionales, por su pérfido apoyo a los elementos antipatrióticos nacionales y por supuesta intención de controlar el mundo para explotar sus riquezas naturales.
Siempre hay que sospechar de las intenciones del primer mundo desarrollado y capitalista. Sus gobiernos y sus empresas no tienen otra intención que el saqueo del tercer mundo. El desarrollo hay que hacerlo hacia dentro, con lo nuestro y para lo nuestro, apelando al proteccionismo.
América Latina no es parte de Occidente, sino su víctima. España, Portugal y el resto de los poderes imperiales europeos le impusieron a sangre y fuego su religión, sus valores y su sistema económico y político. Hay que buscar un modo original de solucionar nuestros problemas y no imitar modelos extranjerizantes: de ahí las terceras vías, el socialismo del siglo XXI y otros engendros similares.
Como consecuencia de lo anterior, América Latina debe reivindicar sus raíces precolombinas y retomar los valores de las civilizaciones indígenas liquidados por la influencia de los pueblos blancos europeos. Chávez ha llegado a defender la vuelta al trueque y la renuncia a la economía monetizada con gran regocijo de sus partidarios, especialmente de Evo Morales, que ve en esto una suerte de retorno al incanato.
Se unen en el rechazo a la idea de un Estado con poderes limitados por la constitución y por el equilibrio entre instituciones que comparten la autoridad para proteger los derechos individuales. Ése (como suponía Marx) les parece un diseño concebido para que la clase capitalista mantenga las riendas. Pugnan por echar las bases de un gobierno centralista dominado por un ejecutivo que controla el proceso legislativo y el judicial.
Rechazan la idea de la renovación democrática de las élites y la elección entre partidos de ideología variada. El poder ejecutivo lo ejerce, o debe ejercerlo, un líder iluminado que proteja los intereses de las grandes masas con el apoyo del ejército, mientras las instituciones del Estado son sólo una correa de transmisión de su voluntad omnímoda, y el método democrático una fórmula moldeable para legitimar la autoridad de un caudillo cuyo mandato no tiene fin porque así lo garantizan unas constituciones hechas ad hoc.
¿Por qué decenas de millones de latinoamericanos no son capaces de advertir que los países que han conseguido despegar y alcanzar unos niveles de desarrollo y una calidad de vida aceptable (esos países -Estados Unidos, España, Italia, etc- a los que emigran los mismos latinoamericanos que en sus naciones apoyan un modo diferente de hacer las cosas). Sin duda, porque hay muchos elementos en nuestra historia y en nuestro modo de ser que encajan perfectamente bien con las señas de identidad del estatismo-dirigista-antioccidental. Anotemos, las diez razones principales que explican esta errática conducta. Hay otras, pero ciñámonos al decálogo.
Nuestras repúblicas se formaron después de tres siglos de centralismo, dirigismo y ausencia de autogobierno. Los latinoamericanos nunca tuvieron el control local de sus vidas. Las grandes decisiones las tomaban la Corona, o la Iglesia, o las autoridades enviadas desde Europa. Esa relación generó, en gran medida, la aparición de una sociedad de súbditos, no de ciudadanos, que se prolongó cuando llegó la independencia y llega hasta nuestros días. Nunca hemos concebido o entendido que, dentro de las premisas republicanas está que en las relaciones de autoridad entre la sociedad y el Estado, los funcionarios son o deben ser servidores públicos. No hemos comprendido que el mandatario está ahí para cumplir el mandato del pueblo, no para mandar al pueblo.
La independencia de América Latina surgió bajo la advocación de los caudillos: Bolívar, Sucre, Artigas, San Martín, Hidalgo. Esa tendencia ha seguido con nosotros a lo largo del siglo XX y XXI: Perón, Getulio Vargas, Arnulfo Arias, Fidel Castro, Velasco Alvarado, Hugo Chávez. Los partidos cuentan poco, y, cuando cuentan, incluso en los democráticos, dentro de ellos opera el mismo fenómeno caudillista. Nuestras sociedades no suelen seguir ideas, sino líderes. Admiran al hombre fuerte que impone su voluntad.
En sociedades pobres, como las nuestras, para una parte sustancial de los individuos el mejor gobierno es el que le da algo: dinero, un poco de comida, vivienda si hay mucha suerte. El mejor gobierno es el que asigna un puesto de trabajo, aunque sea superfluo, y aunque las consecuencias generales sean dañinas, porque la familia necesita comer y no hay muchas oportunidades laborales. Es la lógica de los “descamisados”. Son los clientes de los poderosos, y los poderosos alimentan esa dependencia para sostener su autoridad.
¿Por qué admirar los méritos de los individuos emprendedores o de los empresarios, si muchas de las grandes fortunas latinoamericanas se han hecho al amparo de las relaciones con el poder político? Casi nadie ignora el peso de los sobornos, las coimas y el favoritismo en el éxito de numerosos empresarios. En América Latina, en general, no ha existido un verdadero capitalismo empresarial de mercado, basado en la competencia, la existencia de reglas neutrales y el respeto a la ley. Lo que ha existido ha sido capitalismo mercantilista y prebendario, permanentemente coludido con el poder político, lo que constituye, de alguna manera, otra expresión del clientelismo. Los políticos eligen a los empresarios ganadores, y los empresarios ganadores sostienen a los políticos que los favorecen.
¿De dónde surge lo que hoy llaman una “matriz de opinión” partidaria del estatismo-dirigista-antioccidental? ¿Cómo se legitima intelectualmente esa ideología? Ese discurso crece y se fortalece en la visión marxista de los grupos comunistas; en los ataques de la iglesia católica al afán de lucro y al consumismo; en la frecuente defensa en las universidades del colectivismo marxista y del antiamericanismo; en los embates de una buena parte de los medios de comunicación y del sindicalismo contra la economía de mercado y en defensa del igualitarismo.
De acuerdo con las mediciones más acreditadas, casi la mitad de la población latinoamericana es pobre. Dentro de esa pobreza, como sucede en Brasil, en República Dominicana o en Honduras, hay un gran segmento que no tiene posibilidades de integrarse porque carece de la educación o de las destrezas laborales mínimas. Nacen en las favelas o arrabales, allí mueren, a veces violentamente, y no encuentran jamás formas decentes de ganarse la vida dentro del sistema. Suelen llamarles “los excluidos”, como si deliberadamente “los ricos” los hubiesen orillado. ¿Por qué esperar de este sector alguna forma de lealtad con un sistema al que no consiguen siquiera integrarse?
En América Latina, desde la época colonial, nadie cumple las leyes. Ni los gobernantes ni los gobernados, y eso es muy grave porque la idea de la república -teóricamente nuestra forma de gobierno-, se sostiene sobre la suposición de que los ciudadanos acatan las reglas, y, cuando no lo hacen, son castigados por los tribunales. Mas esa premisa no es cierta en nuestras tierras: los gobernantes, con frecuencia, son corruptos o ignoran las leyes y no pagan por ello ni siquiera un costo moral: los electores los reeligen. Los ciudadanos, cuando pueden, también vulneran las leyes: los más ricos evaden los impuestos o pagan coimas; los más pobres se roban la electricidad, el agua, la señal de televisión, destrozan los bienes públicos, invaden terrenos ajenos y cometen otro sinfín de delitos contra la propiedad. Y casi nadie es castigado por ello porque la policía es un desastre, los tribunales no funcionan, o lo hacen muy lentamente, o son venales. En países como Colombia o Venezuela apenas el uno por ciento de los crímenes acaban en los juzgados. Eso genera un profundo desprecio de la sociedad hacia el gobierno, aunque éste sea producto de unas elecciones democráticas, lo que explica el apoyo que suelen recibir los golpistas (Torrijos, Velasco Alvarado, Chávez, Fujimori). Todos, o casi todos los ciudadanos, sienten que viven en medio de una farsa, muy bien ejemplificada recientemente, cuando Evo Morales, con total candidez, les dijo a sus ministros que él iba a hacer cosas ilegales y que ellos, los abogados, que para eso habían estudiado, debían encargarse de legalizarlas luego.
Durante siglos, por lo menos los dos siglos supuestamente republicanos, las clases dirigentes siempre han buscado una buena excusa para explicar nuestro atraso relativo: la tradición española, el peso de los indígenas, la explotación de los poderes imperiales, unas veces los ingleses o los franceses, otras los norteamericanos. Un gran economista hispano-argentino, Carlos Rodríguez Brown, lo ha explicado con una frase estupenda: “el gran amigo del hombre latinoamericano no es el perro sino el chivo expiatorio”. Ese victimismo refleja una actitud que Hanna Arendt, en otro contexto, llamaba “el síndrome de indefensión”, actitud que genera una inmensa inseguridad en nuestra potencialidad creadora.
Entre el victimismo, el síndrome de indefensión, la inseguridad, y la paranoica visión de los países del primer mundo como unas potencias depredadoras, ¿cómo sorprenderse de que una parte sustancial de nuestros ciudadanos prefiera cerrar las fronteras a la influencia extranjera renunciando a cualquier forma de competencia?
Por razones culturales e históricas, América Latina es una región profundamente racista y clasista, con los blancos económicamente poderosos instalados en la cúspide, en donde frecuentemente coinciden raza y desempeño económico. En general, los negros, los indios y los mestizos -dependiendo del país, claro- ocupan los lugares más bajos en la escala social y laboral: son los que menos ganan y los peor educados. Simultáneamente, para ellos, a veces maltratados y vejados por las clases dominantes, como suele suceder con el infinito ejército de sirvientes domésticos que existe en América Latina, es mucho más difícil el ascenso por la ladera económica y social. Esto explica el lógico resentimiento contra los grupos pertenecientes a la cúpula por parte de los sectores más oscuros y más pobres del espectro racial, y su adscripción emocional a los movimientos políticos que les prometen una suerte de igualdad a la que, teóricamente, hubieran debido tener acceso en las repúblicas democráticas, garantes, supuestamente, de una igualdad de derechos y oportunidades que, en la práctica, está muy lejos de existir.
Parece una afirmación de Pero Grullo, algo que uno aprende en la adolescencia, pero la izquierda estatista-dirigista-antioccidental suele ignorarla. Una empresa es una entidad compuesta por una persona, o por cien mil personas, que produce un bien o un servicio y se lo ofrece al consumidor por un precio. Con los beneficios que obtiene la empresa, ésta invierte, crece, genera empleo y aumenta progresivamente el tamaño de la economía. Es así como crecen los países y se enriquecen todas las sociedades. El antiempresarialismo es una actitud suicida que conduce al empobrecimiento general.
Hay naciones que han logrado crear un amplio y diverso tejido empresarial, con gran valor agregado, lo que les ha permitido sustentar grandes sectores sociales medios, como sucede en Estados Unidos, Alemania, Holanda, Dinamarca y otros veinticinco países. Suiza, un país pequeño, sin salida al mar, con una población más o menos como la de Buenos Aires, dividido en etnias diferentes, que hasta hace muy poco ni siquiera pertenecía a la ONU, es la nación más rica del mundo. ¿Por qué? Por la riqueza creada por su tejido empresarial.
La forma efectiva de combatir la pobreza y la desigualdad no es la redistribución de la riqueza creada, sino el fomento de empresas con gran valor agregado. Las sociedades menos desiguales del mundo, las escandinavas, no han alcanzado ese nivel de equidad por contar con una gran presión fiscal sobre las rentas, sino porque poseen un denso y sofisticado tejido empresarial que permite pagarles veinticinco dólares la hora a un trabajador porque el bien o el servicio que produce genera altísimos beneficios. Los trabajadores que recogen café, bananos, o cortan caña, no pueden alcanzar un alto nivel de prosperidad porque el rendimiento real de su trabajo es muy bajo. Es absurdo quejarse de que un campesino hondureño gana la vigésima parte de lo que gana un trabajador sueco. Lo que sucede es que lo que produce el trabajador sueco vale veinte veces más que lo que produce el hondureño.
En el mundo contemporáneo, y desde el siglo XIX, son esenciales las relaciones con el aparato productivo internacional para poder desarrollarse. Son necesarios el capital, la tecnología, el know-how gerencial, el mercadeo. Y se trata, además de un proceso progresivo de asimilación que no puede improvisarse. Bolivia o Paraguay no pueden decidir convertirse de la noche a la mañana en países productores de motores de avión o chips para computadoras. Después de la Segunda Guerra, Japón comenzó a hacer unas imitaciones baratas y defectuosas de objetos industriales americanos. Poco a poco el aparato productivo se fue refinando y los japoneses pasaron de la imitación mala a la buena, más tarde a la innovación y, por último, a la creación original. Pero para eso era esencial mantener lazos muy fuertes con los centros creativos del planeta.
Podría alegarse que si el secreto del desarrollo y la equidad radica en la creación de empresas eficientes esa tarea podría desarrollarla el Estado, pero la nefasta experiencia del siglo XX demuestra que no es posible. Las empresas estatales han fracasado en la URSS y en Inglaterra, en Francia y en Cuba, en Corea del Norte y en Argentina: en todas partes. ¿Por qué? Primero, porque tienden a crear monopolios y al no existir competencia se anquilosan y atrasan. Se vuelven tecnológicamente obsoletas y los bienes o servicios que producen son progresivamente peores y más caros. Segundo, porque no se administran con criterios empresariales a la búsqueda de eficiencia y beneficios, sino con propósitos políticos. Tercero, porque se convierten en fuentes de clientelismo con plantillas sobredimensionadas y en focos de corrupción administrativa.
La creatividad técnica, científica o empresarial es casi siempre el producto de la chispa individual y del surgimiento espontáneo de clusters o agrupaciones inmensamente productivas que se van juntando sin que nadie lo ordene. Los Bill Gates o los Sillicon Valley no surgen por orden de los funcionarios o de los comisarios. Hace menos de diez años los creadores de E-Bay y de Google eran unos jóvenes con buenas ideas en la cabeza y casi sin dinero. Hoy esas dos empresas les dan trabajo a miles de personas y, para bien de todos, agilizan las transacciones comerciales en todo el mundo. En todas las sociedades hay un veinte por ciento de personas que poseen el ímpetu, la energía creativa y la disciplina para plantearse metas difíciles y arriesgadas. Son ella las que persiguen con ahínco esas metas y en el proceso arrastran en la dirección adecuada al ochenta por ciento restante que carece de esos rasgos de personalidad o de ese nivel de inteligencia. En las sociedades dirigidas desde la cúpula por un grupo de funcionarios toda esa energía creativa, la savia del desarrollo y el progreso, se pierde irremisiblemente.
Una de las razones por las que América Latina es la región más subdesarrollada de Occidente radica en la falta de una economía de mercado verdaderamente libre y competitiva. Lo que hasta ahora hemos tenido (y algunos países como Chile comienzan a abandonar) es capitalismo-mercantilista-prebendario, donde el poder político elige a ganadores y perdedores. Ese sistema, que es el que prevalece en el mundo subdesarrollado, pese a todo, es menos improductivo que el estado-empresario-planificador, dirigido por caudillos y administrados por funcionarios que manejan a su antojo los fondos públicos. Con frecuencia, los gobiernos que han elegido este último modelo de desarrollo hacen un gran esfuerzo en el terreno educativo o en el de la salud, como sucede con Cuba y todos los regímenes comunistas, creando un notable capital humano, pero luego se frustran cuando comprueban que persisten la miseria y el subdesarrollo. ¿Por qué ocurre este fenómeno? Sencillo: para que el capital humano dé sus frutos tiene que haber libertades económicas, capital cívico y mercado. Educar cien mil ingenieros para luego atarles las manos es un acto absurdo y cruel. Absurdo, porque les impide crear riquezas. Cruel, porque esos profesionales terminan por experimentar una enorme frustración.
La creación de riqueza exige el buen funcionamiento del Estado de derecho. Eso incluye una legislación razonable que proteja los derechos de propiedad, tribunales eficientes e imparciales que juzguen los conflictos y obliguen al cumplimiento de los contratos, y la certeza de que las reglas de juego no van a cambiar por el capricho o el criterio de quienes mandan en el país. La principal riqueza de los países opulentos del planeta está en ese capital intangible, y este clima de tranquilidad y predictibilidad está totalmente reñido con la atmósfera de desasosiego y ansiedad que generan los procesos revolucionarios, con la catarata de decisiones y decretos dictados desde la cúpula. Lo que se logra por esa revoltosa vía es ahuyentar a los inversionistas y provocar más pobreza. El principal error intelectual de los revolucionarios es no entender que el desarrollo de los pueblos está ligado a la justa aplicación del Código Civil y no del Manifiesto Comunista. Por eso, el noventa por ciento de las transacciones económicas del primer mundo se hacen dentro del primer mundo.
Varias de las medidas que los partidarios del estatismo-dirigista-antioccidental ponen en juego tan pronto toman el poder consisten en controlar el banco de emisión de moneda, aumentar el gasto público, subir la tasa de impuestos y endeudarse irresponsablemente, sin tener en cuenta la base productiva real del país, las necesidades de inversión y las consecuencias de esas medidas a medio y largo plazo. Como es natural, a corto plazo se produce el espejismo del desarrollo económico, pero tan pronto pasa el shock de esa inyección de dinero “inorgánico” en la economía, sobreviene la inevitable crisis: la inflación, el encarecimiento de la deuda, la falta de financiamiento exterior, el desabastecimiento y la quiebra en cadena de numerosas empresas.
No es una casualidad que las treinta naciones más ricas y desarrolladas del planeta mantengan, en general, muy buenas relaciones entre ellas y se comporten de acuerdo con un patrón bastante uniforme: son Estados de derecho, organizados democráticamente, dotados de un sistema económico que podemos llamar capitalismo empresarial de mercado, y en los que prevalecen la tolerancia, el pluralismo político y las libertades cívicas. Esas sociedades son las que más aprecian las personas en el mundo. ¿Cómo lo sabemos? Lo sabemos por el signo de las migraciones: hacia esas sociedades es que desean dirigirse la mayoría de los pobres del tercer mundo. No sólo hay un “sueño americano”, hay un “sueño” español, francés, alemán, etcétera, etcétera, ambicionado por millones de latinoamericanos, africanos y asiáticos que desean escapar de la durísima realidad de sus países. ¿Qué sentido tiene, pues, hostilizar ese mundo e identificarlo como “el enemigo” en lugar de tratar de formar parte de él? ¿Se han dado cuenta estos revolucionarios radicales de que el noventa y nueve por ciento de los hallazgos científicos y las innovaciones que le dan forma y sentido al mundo contemporáneo surgen de esa fuente? ¿Saben que al menos el cuarenta por ciento del crecimiento económico proviene de estos cambios en el saber y en el quehacer surgidos en el primer mundo, con Estados Unidos a la cabeza? ¿A quién se le puede ocurrir que es sensato golpear nuestro propio cerebro y el motor del que en gran medida depende nuestro bienestar?