En el verano de 1957, Gabriel García Márquez, periodista colombiano y joven escritor, se embarca en un viaje de tres meses por los países de la Cortina de Hierro. De ese viaje surgieron escritos sobre los países visitados, que fueron publicados en Colombia y Venezuela al año siguiente. Su aventura la realiza por países que acaban de sufrir (o acaban de liberarse) de la figura de Josef Stalin (había muerto hacía 4 años), en especial la Unión Soviética, de quien era jefe de gobierno, y a dos años del triunfo futuro de la Revolución Cubana. Reunido en Francfort con una amiga francesa y un periodista italiano, los tres deciden en el aburrimiento en que se encuentran cruzar a Alemania Oriental. Toman un vehículo y recorren Alemania Occidental hasta la frontera. Al cruzar hacia el otro lado, pareciera como si hubieran llegado a la versión bizarra de los germanos: la edad de piedra hacía imperio entre ellos. Gente gris, sombría, sorprendida sobremanera por la presencia de extranjeros, a quienes miran como si fueran extraterrestres. Comenzando por los soldados que los reciben en la aduana, en donde deben tomar sus nombres con una pluma y un tintero, como hombres anteriores a la primera guerra. Continúan su camino, rodando por una tierra silenciosa sobremanera, hasta llegar a Berlín. El impacto es sobrecogedor. Las diferencias entre el capitalismo histérico del lado Occidental y el comunismo deprimente del Oriental son demasiado abismales. Y hablamos de un Berlín en donde el paso entre ambas zonas aún se puede hacer por metro, por debajo, a manera de paso de catacumba, pero se puede hacer. Estamos a algunos años aún del levantamiento del Muro, de las fugas suicidas (como los que huyen de Cuba flotando en tablas). La burocracia reina en la ciudad, así como la ausencia de asideros. Se ha calculado que si estalla una guerra Berlín durará 20 minutos. Pero si no estalla, dentro de cincuenta, cien años, cuando uno de los dos sistemas haya prevalecido sobre el otro, las dos Berlines serán una sola ciudad. Una monstruosa feria comercial hecha con las muestras gratis de los dos sistemas, dice García Márquez. En menos de cuarenta ocurrió la profecía del colombiano. De Berlín se marchan a Leipzig, en donde lo decrépito, lo viejo, cubre todo. El alcoholismo, el desespero, el horror, la lástima. Hablamos de una Alemania que en unos cuantos años será la primera potencia de Europa del Este, en lo económico y deportivo. Pero ésta es la Alemania que quedó después de la guerra y la ocupación de los rusos. Es la no-experiencia socialista: el socialismo no se impone, y además, ya la historia nos enseña, debe gestarse en términos democráticos reales.
La presencia de lo hispanoamericano en esos países visitados, el conocimiento de nuestras literaturas y nuestras realidades se hace patente en cada lugar. En Leipzig conocen a Sergio, un chileno estudiando allá. Les sirve de lazarillo para recorrer la ciudad, tan sombría como la Comala de Rulfo. La Alemania comunista es un país de expropiados, de jóvenes que se ven sin futuro. Un país invadido por los rusos, a quienes detestan: el pueblo no ve el desarrollo de la industria pesada, le importa un pito los huevos fritos al desayuno y lo único nuevo que ve es que Alemania está partida en dos y hay soldados rusos con ametralladoras. Los habitantes de Alemania Occidental ven exactamente lo mismo: el país dividido y soldados americanos en automóviles último modelo. Ninguno de los dos protesta porque saben que perdieron la guerra y por el momento tienen la cabeza bajo el ala. Pero en secreto todos saben lo que quieren, antes de hablar de socialismo o de capitalismo: la unificación de Alemania y la evacuación de las tropas extranjeras. Esto ha ocurrido, aunque los americanos aún tienen bases en Alemania. Lo cierto es que, a pesar del desarrollo que logró, la Alemania del este fue un estado policial, como sólo la misma Unión Soviética logró serlo, y la Occidental un país con grandes miras hacia el futuro.
De Alemania, García Márquez y su amigo el italiano (la muchacha francesa se devolvió del asco y la lástima a Francia, además de que se le habían acabado las vacaciones) marchan hasta Checoslovaquia. Allá la historia es otra: los checoslovacos (aún ambos países estaban juntos) mantenían un alto nivel de vida, votaron por los comunistas en las elecciones y la industria es la más desarrollada del bloque del este. No hay servilismo ni obsesión con la política. Hay un sentido, muy capitalista, de producir. Praga es una ciudad radiante y hermosa como siempre lo fue. Ellos, los viajeros, no encuentran mayores diferencias con Occidente. Están petrificados y asombrados. El colombiano más que el italiano. Este último le hace ver que las medias que llevan, en especial las mujeres, están desgastadas y derruidas. Le invita a que se fije en los pequeños detalles. No todo es oro. Y no lo era: diez años después casi, el experimento socialista checoslovaco, quizás el más optimista, libre y democrático, sufre la invasión de los tanques rusos para detener estos signos de libertad. El socialismo con rostro humano que Dubcek quiso implantar en el país se vio aplastado completamente. Después de esta experiencia, similar pero distinta en mucho a la vivida por los chilenos y la caída de Allende, Checoslovaquia se vio sumida en el silencio y la izquierda mundial empezó a hacerse preguntas, gracias en especial a un guerrillero venezolano llamado Teodoro Petkoff. Todo signo de libertad en un régimen bajo el Pacto de Varsovia, bajo la égida de la Unión Soviética, terminaba aplastado. Un poco lo vivido por algunos países latinoamericanos con Estados Unidos. La Checoslovaquia que conoció García Márquez a los 29 años, dejó de ser antes de que él llegara a los cuarenta.
El viaje continúa hacia Polonia, país devastado como ninguno después de la guerra. No quedó piedra sobre piedra, en especial en Varsovia. La reconstrucción nacional los mueve a todos. Los mueve también un odio visceral tanto hacia los rusos como hacia los alemanes, y un espíritu casi místico de unión entre el ferviente catolicismo que siempre han tenido, y la nueva fiebre comunista. En Polonia, la vigilancia abunda. La Iglesia participa de la vida política, en ello va incluida la cárcel, en donde reposa sus huesos mientras tanto el arzobispo y en donde Karol Woytyla se va preparando en sus luchas también políticas y religiosas para ser Papa veinte años después. También se entiende un grupo de escritores y poetas gestándose y escribiendo en Polonia: No creo que sea simplista relacionar esa intensa actividad estudiantil con el número de librerías, el costo de los libros y la avidez con que leen los polacos. Ese amor por los libros y la poesía llevarán a que la poesía polaca sea considerada en un futuro como la mejor escrita en Occidente después de la Segunda Guerra Mundial. País fervientemente católico en una región predominantemente protestante u ortodoxa, francófono casi por completo, conservador y destruido por la guerra, el surgimiento del movimiento Solidaridad, liderado por Lech Walesa menos de veinte años después no debió caer por sorpresa a las autoridades polacas, aunque así fue. Los países son más que la imposición de un sistema político: es importante considerar su historia, su pasado, sus tradiciones, cosa que los fanáticos del materialismo soviético no supieron hacer. Hablamos del país en donde se encuentra Auschwitz: eso tiene que dejar una gran huella. Siento que nuestro periodista viajero fue incapaz de percibir eso.
Ya solo, García Márquez parte en tren hacia la Unión de Países Socialistas Soviéticos: 22.400.000 kilómetros cuadrados sin un aviso de Coca Cola. Parte como invitado del país a delegados extranjeros. Lo sorprende lo grande, lo fastuoso, inconmensurable, y majestuoso del país. Conoce la experiencia de los miles de españoles y descendientes de españoles que habitan ahí, a partir de la Guerra Civil española. Ve un pueblo, al que cataloga ingenuamente de amante del comunismo, fascinado ante toda noticia extranjera. Hablamos de un pueblo culto, leído, hablante de varios idiomas por miles, que desea fervientemente saber qué ha ocurrido en el mundo. Treinta años de encierro bajo la dictadura de Stalin lo ha impedido. Destaca de manera crítica cómo el comunismo se ha perdido en nimiedades, cifras absurdas, etc. Cómo ese encierro ha costado una generación entera y aún la gente no termina de ver los frutos. Las cifras de muertos y desaparecidos no han salido a la luz aún hacia Occidente. El aislamiento sólo ofrece engaños: creer que los inventos desarrollados hace mucho tiempo en los países democráticos ellos lo han logrado por sí solos. La Unión Soviética es un país sumido en la ignorancia del mundo, y eso se paga caro. Se dedicó a desarrollar una industria pesada sin igual, centrándose en el petróleo, las industrias denominadas básicas y el armamento. Eso es lo que muestra al mundo hoy Rusia, y no sabe qué hacer con tanto armamento en un mundo que cambió. Los otros logros, el deporte, la ciencia, la literatura, la danza, se empezaron a perder desde la llegada de Stalin en el poder: la muerte de Mandelstam y tantos otros, el silencio forzado de tantos, entre ellos Pasternak, el exilio de Brodsky y cientos de bailarines, científicos, intelectuales. La política soviética hizo de los países del Pacto de Varsovia la apoteosis de lo rastacuero. Un país que con la Revolución de 1917 gestó el amor libre, el cine más avanzado, los proyectos más audaces planteados en el mundo, terminó sumido en las garras de un zar nuevo, enfermo, peor que los anteriores.
García Márquez escucha críticas de los soviéticos a los occidentales, muchas con sustento: para qué quiere alguien tener cinco casas, qué sentido tiene realmente la publicidad, etc. Pero las que Occidente les plantea a ellos, se resuelve en la vergüenza y en el mayor de los silencios.
La última parada de nuestro viajero es Hungría, que hace apenas un año fue invadida por los soviéticos. Un país lleno de amargura, escepticismo y en donde las estudiantes universitarias se entregan a la prostitución para completar el pan para la casa y en donde todo, absolutamente todo, escasea (como en Cuba, treinta años después y hasta hoy). Llega García Márquez junto con otros periodistas y debe escaparse del hotel para poder recorrer la ciudad sin la vigilancia de sus guías. Nadie confía en él en la calle: para los húngaros, todo extranjero es un partidario del gobierno: pero cuando la gente se calla-por miedo o por prejuicio-hay que entrar a los servicios sanitarios para saber lo que piensa. Allí encontré lo que buscaba: entre los dibujos pornográficos, ya clásicos en todos los orinales del mundo, había letreros con el nombre de Kadar, en una protesta anónima pero extraordinariamente significativa. Esos letreros constituyen un testimonio válido sobre la situación húngara: “Kadar asesino del pueblo”, “Kadar traidor”, “Kadar, perro de presa de los rusos”. No responden preguntas. La rebelión desatada y reprimida dejó sus huellas: diez meses antes –el 28 de octubre– un grupo de estudiantes atravesó la plaza pidiendo a gritos la expulsión de las tropas soviéticas. Uno de ellos se encaramó en la estatua con la bandera húngara y pronunció un discurso de dos horas. Cuando descendió, la avenida estaba colmada por hombres y mujeres del pueblo de Budapest que cantaban el himno del poeta Pitofi bajo los árboles pelados por el otoño. Así empezó la sublevación. La gente pidió libertad, más de cien mil húngaros cruzaron la frontera con Austria, el país se rebeló. Cínicamente, García Márquez dice que la única manera de impedir que los terratenientes y la iglesia volvieran, de impedir que se perdiera la revolución, era llamando a los rusos. Coloca a Kadar, el presidente húngaro, en una situación cómoda, describiéndolo como un hombre de pueblo además, bonachón y buena gente (como le encanta describirse a él mismo). Hungría, como Checoslovaquia después, fue reprimida y masacrada.
El resto de los países, incluso los no mencionados, vivieron regímenes crueles e inhumanos. Como lo viven Corea del Norte y Cuba, revoluciones caducas y desnutridas que cada día vejan más a sus pueblos. Aunque el muchacho de Aracataca justifique especialmente la última dándole espaldarazos a su líder con las muestras de su amistad.
La ceguera ideológica hace ver pobres hasta a los genios más listos y brillantes. De esos viajes quedaron crónicas, preguntas que se respondieron solamente con más muertos. Ese fue el final de su propio viaje, que quizás no se ha sabido responder.
Por Ricardo Ramírez
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1 comment:
El amigo de García Márquez no es un italiano sino su amigo, el periodista Plinio Apuleyo Mendoza.
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