Saturday, May 03, 2008

Huguito: Padrino no hay más que uno

Huguito

Glenda Girón Fotos de LA PRENSA/Víctor Peña/Ilustración/Mauricio Duarte

El ahijado de Hugo Chávez estudia en "Estados Unidos de América". Es un lugar pintado de azul y blanco en donde se agradece por igual a venecos y a gringos la inversión de tiempo, de trabajo y de dinero. El niño salvadoreño al que bautizaron con el nombre del presidente de Venezuela estudia en esa escuela pública que el Gobierno estadounidense construyó en 1963 y que el Gobierno venezolano reconstruyó en 2001. La escuela heredó el nombre de su país padrino. El niño heredó lo mismo de un presidente padrino suyo y de Comasagua, en La Libertad.

Hugo Rafael González —Huguito, el ahijado— nació el 16 de enero de 2001. Carolina Hernández lo parió bajo carpas. Era un campamento que soldados venezolanos habían colocado abriéndose espacio entre la ruina de un pueblo que, en 32 segundos, perdió el pulso ante un terremoto.

Comasagua quedó botada. El primer alcalde en llegar con noticias a la sede del Comité de Emergencia Nacional, instalada en la Feria Internacional, fue José Enrique Pérez. El entonces edil dijo que el 90% de las casas del pueblo estaba en el suelo. Y se equivocó, era el 95%.

Cuando fue el terremoto, Pérez estaba en Santa Tecla. Tras el sismo, volvió a Comasagua. Entró y salió a pie, por la carretera que comunica al pueblo con el puerto de La Libertad. A las 8:00 de la noche, en la feria, Pérez soltó la noticia frente a los medios de comunicación.

En ese estado de emergencia que se tragó entero al país, los helicópteros estadounidenses trajeron ayuda, México desembarcó víveres en El Cafetalón (Santa Tecla), 17 furgones y 28 camiones transportaron la solidaridad nica; España fue el primero en ofrecer condonación de la deuda externa, vino medicina desde Canadá y desde República Dominicana se vinieron como donación hasta las limosnas depositadas a la Virgen de Altagracia en un fin de semana. A los venezolanos, que aterrizaron un día después del sismo, los mandaron a Comasagua.

Comasagua se cayó el 13 de enero. Se convirtió en ese lugar al que un periodista del diario español El Mundo llegó para escribir: “Las calles de este pueblo cafetalero se han transformado en un albergue informal. Enormes grietas y boquetes decoran las casas, las que quedan en pie, porque la mayoría se desplomaron tras el temblor”.

Escuela, iglesia, mercado y clínica, además de casas, estaban por suelo. Y en las entrañas de los escombros, los sobrevivientes buscaban a sus desaparecidos. En medio de todo eso, Hugo Rafael González emitió su primer llanto. Uno que, a diferencia de los que inundaban por esos días el lugar, significaba vida.

Los venezolanos prácticamente lo habían cachado. Tras instalar el campamento, lo primero que hicieron fue recorrer lo que quedaba de los caminos. Buscaban lesionados. Y a la que hallaron fue a Carolina Hernández. No caminaba por los dolores propios del parto.

Se iba a llamar José Eduardo o Ernesto Eduardo, porque a Carolina, la mamá, le gustaba cómo sonaba ‘Eduardo’. El nombre lo había escogido sola. En ese tiempo era una mamá soltera. Veía al papá del niño de lejos y lo veía flaco. A medida que el vientre de ella perdió discreción, el de él perdió peso. “Se puso bien pechito”, dice Carolina entre risas.

Así como el terremoto cambió la cara a Comasagua, la ayuda providencial de la misión venezolana le cambió el destino al ahijado. A más de siete años de aquello, el hijo de Carolina reclama que le hayan dejado un nombre que muy fácil muta en apodo: Jugo es como le gritan en la escuela. A Huguito —que se deja camisa por dentro, usa cincho y lleva zapatos lustrados— le molesta.

Los soldados hallaron a Carolina con sus dolores de parto el 15 de enero de 2001 a las 8:30 de la noche. En lo que las contracciones se iban haciendo más intensas y más frecuentes, los soldados se encargaron de buscar nombre al bebé. La falta de aparatos para hacer ultrasonografías en la clínica de Comasagua, donde había tenido lugar el control prenatal, les hizo pensar en posibilidades. Victoria Venezuela, si era una niña; y Hugo Rafael, como el comandante y presidente, si era niño. Fue niño.

En ese tiempo en que sobraban las ganas de ayudar y había sed de buenas noticias, Comasagua y Huguito estuvieron en la cúspide. El pueblo fue adonde llegaron a ayudar personas de diferentes países, entre los que destacaron los venezolanos. Y Huguito fue el niño en el que se concentró la atención. Le decían —le dicen— símbolo de la reconstrucción.

Y no fue solo eso. El nacimiento de Huguito también trajo la unión de sus padres. No fue hasta que se volvieron a juntar que Carolina se enteró de que aquel adelgazamiento súbito del papá del niño se debió a síntomas del embarazo. “A mí no me dio nada, a él le dieron las náuseas y hasta dejó de comer”, dice Carolina, otra vez, entre risas.

De aquella mamá soltera que decidía sola el destino de su hijo solo queda el recuerdo. Y de aquel pueblo al que le bastaba exponer sus estampas de destrucción y luto para recolectar promesas de ayuda solo queda el recuerdo también. Porque hace siete años, la Alcaldía de Comasagua estaba gobernada por la derecha, y a pesar de eso el Gobierno de Venezuela no tuvo el más mínimo reparo en invertir más de $7 millones en obras. Y se ejecutaron con más eficiencia que en cualquier otra parte del país. La primera iglesia católica y la primera escuela permanente en ser reconstruidas tras el terremoto fueron las de Comasagua. En seis meses las manos de los venezolanos las habían terminado.

Hoy, como quien hace una confesión desconcertante, el alcalde Danilo Molina califica como muy difícil el proceso para que el Gobierno de Venezuela les dé ayuda financiera para construir, entre otras cosas, una clínica y un parque para la colonia que lleva el mismo nombre de ese país sudamericano, la colonia Venezuela. Y lo dice después de que él y otros nueve alcaldes visitaron Caracas en mayo de 2006. Le entregaron las solicitudes y le expusieron las necesidades al alcalde de la capital bolivariana en persona.

Molina es de izquierda. Molina tiene como “ring tone” una canción del grupo venezolano Los Guaraguao. Cuando suena, su celular le dice a él y a los que le rodean “qué pasa en el mundo, en la humanidad, que el joven de ahora no puede vivir en paz”. Molina está contagiado de Venezuela. Pero esa cercanía con el otrora benefactor no le impide ver que, ahora, no basta con enseñar las entrañas magulladas de este pueblo cafetalero para recibir ayuda. Ni siquiera las banderas pintadas en las casas de la villa son suficientes.

“La idea de presentar el proyecto para la colonia Venezuela en Venezuela es el acercamiento que hubo con el Gobierno venezolano. No es porque sea más fácil”, dice Molina. De hecho, no lo fue. A casi un año de la gestión en Caracas, no hay respuesta. Como consuelo, el alcalde dice que podrían empezar las obras con dinero del FODES. Un FODES apretado, del que quedan $30,000 al mes para cubrir las incontables necesidades de 12,500 habitantes. Esos que a aquel periodista español que vino en 2001, le dieron la impresión de ser de dos clases, “pobres y extremadamente pobres”.

En la colonia Venezuela —con sus casitas de bloque y sus varias banderas en amarillo, azul y rojo con estrellas— los bríos de la ayuda se empolvaron. El jardín tributo que se colocó en 2001 a un costado de la primera casa es ya una galería de malezas y tierra seca. Regar plantas es un lujo que en todo Comasagua se reserva para la lluvia, ya que el agua domiciliaria inunda las cañerías solo una hora dos veces por semana: los lunes y los jueves.

La idea de que la pared de esa primera casa, pintada toda con la bandera bolivariana, formara un mosaico con las letras de cemento incrustadas en la base del jardín quizá haya lucido bien hace años. Hoy, si Hugo Chávez llegara y se colocara a unos 20 metros del antes jardín, leería cualquier cosa, menos “Venezuela”. Las letras están chuecas y descuidadas. Si Chávez llegara, no se sentiría a gusto con la imagen que de lejos da la primera casa. Esa donde vive Huguito, el que tiene siete años, el ahijado.

Huguito no es el único ahijado de Chávez. En la misma categoría han colocado a Alan García, Daniel Ortega, Rafael Correa, y otros. Pero el salvadoreño es el único que no se ha ganado ese calificativo por las ironías de sus opositores políticos. A Huguito, el estado de celebridad que le acarrea el nombre le llegó como bendición, una católica.

Desde que nació, entre carpas, los venezolanos lo hicieron estandarte. Le pusieron el nombre de su máximo referente militar y luego lo llevaron hasta la pila del bautismo, e hicieron coincidir este evento con la entrega de la iglesia católica.

Y a pesar de que hay fotos del rito de su iniciación católica, Huguito, cuando ora, ora en evangélico. Porque sus papás, sus abuelos y toda su familia siempre han sido evangélicos. Como el párroco de esa iglesia, Luis Amaya, confirma, los muy católicos eran el embajador de Venezuela y su esposa. Porque Carolina admite que no está ni bautizada y que lo de empapar la cabeza del niño con agua bendita frente a los medios de comunicación fue una deferencia por la construcción de la iglesia. Que el niño, de esa incompatibilidad religiosa, no entiende.

“Es misión de los padrinos de bautismo procurar que sus ahijados sean educados en la fe y en la vida cristiana, ejerciendo esta tarea juntamente con sus padres”, demanda la Iglesia católica, según lo publicado en sitios oficiales de internet. La sentencia parece un ideal que no se aplica a un bautizo fuera de serie como el de Huguito, ni a un padrino fuera de serie como Hugo Chávez que, frente a la pila y al agua bendita, fue representado por el entonces embajador Antonio Solís, como en cualquier acto diplomático.

De lo que Huguito a sus siete años sí entiende es de su padrino y de la bandera que adorna el costado de la casa en que vive. Sabe que Venezuela es un país lejano y que el hombre del que heredó el nombre es un presidente famoso, aunque nunca lo haya visto en persona.

Carolina cuenta, ya con poca emoción después de describir el mismo episodio incontables veces, que cuando el niño tenía menos de un año, el presidente la llamó para felicitarla y decirle que era un honor que al niño le pusieran su nombre. De ahí en adelante, la presencia venezolana en la vida de Huguito se limita a un regalo de cumpleaños cada 16 de enero. Una entrega que hace el que en ese momento sea la máxima autoridad diplomática de aquel país en esta nación.

Del paso de los venezolanos por Comasagua se acuerda Mario Acosta Oertel, entonces ministro del Interior. Él quiso adelantarles los tiempos, apurarles las obras y mandarlos a volar de regreso a su país antes del 15 de mayo de 2001. Hoy, cuando el Ministerio del Interior que dirigía entonces ya ni existe, ya no habla como funcionario, sino que más a su manera, de un episodio que tuvo olor a “percance diplomático”.

—Ah, lo que pasa es que ellos querían declarar toda esa zona territorio liberado.

—¿Territorio liberado?

—Sí, querían hacer política la ayuda, hasta a los niños les querían cambiar el nombre.

—¿Y de eso cómo se enteraron?

—¡Ah! Porque había gente nuestra ahí, el alcalde era nuestro.

Pérez, a dos años de no ser más el alcalde de Comasagua, reconoce que fue él quien dio aviso del comportamiento político de los venezolanos. “Hasta formaron directivas con gente de izquierda y las juramentaron sin pedir autorización”, recuerda. Para él, “hacían lo que les daba la gana, sin pedir permiso”. Tan es así, que Pérez admite que nunca les dio autorización para construir casas en la cancha municipal de fútbol, donde ahora se encuentra la colonia Venezuela.

La queja por la política no suspendió la misión de los venezolanos. Y tampoco impidió que Pérez el 17 de junio de 2001 despidiera a la misión sin censuras: “Gracias, Venezuela; gracias, Hugo Chávez; gracias, fuerza de tarea conjunta Venezuela 2001”. Para entonces, la petición de retiro de los venezolanos había recorrido el mundo encendiendo noticias, pero había sido apagada en El Salvador con un calificativo oficial de “confusión”. El daño, sin embargo, estaba hecho.

Tras los terremotos, Pérez, con ARENA, logró ganar una elección más. Pero en 2006, el FMLN pasó de ser una tercera fuerza política a convertirse en el ganador de la municipalidad de Comasagua. Pérez no duda en achacarle el triunfo de Molina al trabajo de los venezolanos.

La política, de hecho, nunca ha sido ajena a la madre de Hugo. “Yo me he identificado con el partido (FMLN) desde antes de que él naciera, por eso siempre lo invitan (al niño) a eventos”, expresa Carolina. Molina, el actual edil, lo confirma. Al niño lo invitan a los actos efemelenistas porque es un símbolo. Y tan es así, que aunque el alcalde aún no ha encontrado fondos para construir una guardería municipal, ya sabe que la bautizará Hugo Rafael González Hernández, en honor de Huguito, el ahijado.

Pero en símbolos, hay dos que Huguito reconoce más. Uno le atrae y otro que le provoca aversión. El que le atrae con incontenible admiración y orgullo es una placa de policía. Esa que complementó su disfraz para una celebración del Día del Niño. “Es de verdad. Solo la mía y la de él eran de verdad”, dice mientras pone el índice en la cara de uno de los pequeños policías que aparecen en la foto junto a él.

El papá de Huguito es agente de la Policía Nacional Civil. El niño lo ve una vez cada seis días, cuando le dan día libre en el puesto en el que trabaja. Pero todas las noches, cuando reza en voz alta junto a Carolina, lo primero que hace es pedir para que cuiden a su papá. Huguito quiere ser policía y usar una placa.

Cuando se pone camisas tipo polo, como la del uniforme de la escuela, y se abrocha solo uno de los botones, una parte de la cicatriz se le asoma por la abertura del cuello. Abultada, fruncida, de una tonalidad más clara que el resto de piel morena. Esa marca en el pecho es la que le mantiene activa la alarma cada vez que está cerca del fuego, el símbolo de un hecho doloroso.

Tenía menos de un año y solía desplazarse por la casa de la colonia Venezuela en andadera. Era de noche, en septiembre de 2001. Él tenía hambre. “Le encantaban las sopas Maruchán”, dice Carolina en referencia a las sopas instantáneas, de esas a las que sin sacarlas del vaso térmico se les agrega agua bien caliente y están listas. Ella empezó a prepararla. Afuera caían las primeras gotas de una lluvia que amenazaba con ser intensa. Ella salió a entrar la tendalada de pañales de bebé que se secaba en los lazos. El bebé en su andadera alcanzó la sopa, la haló y se la derramó en el pecho.

La marca en aquel tiempo le abarcaba buena parte del tórax. Ni Carolina ni el policía llevaron a Huguito al hospital por temor a que se les sometiera a algún procedimiento legal. Lo curaron en casa, con cremas que les vendieron en una farmacia. La cicatriz, sin embargo, quedó. Y también el miedo. Al ahijado no le gusta acercarse al fuego, ni siquiera cuando se trata solo de apagar la llama de la cocina de gas.


Tímido al principio, contesta cualquier pregunta con monosílabos o con sonrisas. Al cabo de un rato, cuenta anécdotas que son casi ininteligibles. Habla rápido. Y habla más rápido y más emocionado cuando se trata de su amigo Roberto, el de la escuela, el alero, el que vive en alguna parte atrás de una colina por la que Huguito pasa en su camino de unas 10 cuadras entre piedras y polvo hasta la escuela pública. Esa que fue levantada por los venezolanos sobre las mismas bases que los estadounidenses habían colocado 38 años antes.


En la escuela Estados Unidos de América, las clases de computación se suspendieron el 11 de abril. Ese día, de madrugada, los ladrones desarmaron las defensas de las ventanas y se robaron nueve CPU, tres impresoras y un juego para aprender las vocales que usaban los niños de primero para familiarizarse con el “mouse”. En esa escuela estudia Huguito, el que vive en la casa de la bandera, el que recibe agua domiciliaria dos horas por semana, el evangélico bautizado católico, el que quiere ser policía, el famoso, el símbolo de un pueblo pobre, que se que- dó sin padrinos. El que sufre, igual que el resto, esa pobreza de Comasagua.
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